El
puente se reduce a su único ojo; ¡ah!, pero el ojo útil, no corrupto,
incorrupto
en el
sentido de las agujas del reloj, que es un sentido ético a prueba de espejismos.
Y el
poeta que pasa por el puente pensando en su materia:
¿el
sexo?, ¡no!, el poema. Así que va pensando que ¡menuda estrella!
Ella
en sus tacones del místico altiplano, en sus tacones subida, hacia arriba
en el
ático base, peligrosamente aupada en sus tacones reglamentarios (de andar por
casa, no).
Sobre
la música hay un país en marcha, como el país que cruza el puente mirando a las
estrellas.
La
chica tiene hambre de color. Más allá de aquella utilidad del puente hay un
desierto
taimado,
una fiera que pretende. Los caminos llevan al lodazal,
conducen
al puerto seco; los caminos habitan un recodo de la inteligencia, su espacio
fractal,
frutal,
físico pero menos, un espacio absurdo del expediente
Navidson
que
no da mucho miedo pero da en qué ____________. Digamos que eso sí.
El
hábito hace a un monje que corretea y saltea por el prado grande urbano (el
plano, quizás).
En el
plano, la música se escucha como el pasodoble aunque sea hip-hop y muy hardcore:
¡es
Lolita Sevilla!, sobre el plano. Los poetas (que ahora son dos o más) abundan
en su
idea de: ¡menuda estrella!, le sacan brillo con las mangas de las camisas
rotas.
La
chica -ella a todo color- pisa el suelo montado en nata del puente de Brooklyn,
con dolor.
Pisa
el puente de Triana y, si cabe, pasa de cabeza por el techo, el ojo de Sauron,
o aquel
puente romano adecentado para la ocasión. Ella duerme con la luz encendida.
Es
una entrometida en este asunto del amor: porque canta sin que nadie se lo pida
y llora
sin que nadie traduzca sus razones
y sueña
sin permiso de la felicidad.
Hay
un emoticón para cada esperanza, para cada poeta un dibujo que suple la
carencia de abrigo;
la
escarcha vence aunque defraude su ritmo controlado, su espíritu gremial y
estacionario.
Los
pájaros de siempre la pegan de volea (o revolotean, que viene a ser lo mismo)
silbando
una entrevista personal, entonando un himno cutre, así como quien no adquiere
la cosa,
pero
heroico del todo y a machamartillo, sus picos remontándose sobre un caballo
blanco.
Ella
trata de tropezar con estilo y termina golpeándose en las sienes (en ambas de
rodeo)
y
escupiendo tres besos colorados para el príncipe del soneto final.
Por
eso el espacio urde su distancia. Definitivamente. Una tela de araña se propaga
como un virus
gripal
entre los sólidos, hitos de arista, cuerpos en términos reales, tan solo entre
las sombras.
Y la
muchacha crece porque sufre, y dice adiós con esa voz aguda pero llena:
¡hasta
pronto, corazón!
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