sábado, 18 de enero de 2014

siempre hay un puente para decir adiós


El puente se reduce a su único ojo; ¡ah!, pero el ojo útil, no corrupto, incorrupto
en el sentido de las agujas del reloj, que es un sentido ético a prueba de espejismos.
Y el poeta que pasa por el puente pensando en su materia:
¿el sexo?, ¡no!, el poema. Así que va pensando que ¡menuda estrella!
Ella en sus tacones del místico altiplano, en sus tacones subida, hacia arriba
en el ático base, peligrosamente aupada en sus tacones reglamentarios (de andar por casa, no).

Sobre la música hay un país en marcha, como el país que cruza el puente mirando a las estrellas.
La chica tiene hambre de color. Más allá de aquella utilidad del puente hay un desierto
taimado, una fiera que pretende. Los caminos llevan al lodazal,
conducen al puerto seco; los caminos habitan un recodo de la inteligencia, su espacio fractal,
frutal, físico pero menos, un espacio absurdo del expediente Navidson
que no da mucho miedo pero da en qué ____________. Digamos que eso sí.

El hábito hace a un monje que corretea y saltea por el prado grande urbano (el plano, quizás).
En el plano, la música se escucha como el pasodoble aunque sea hip-hop y muy hardcore:
¡es Lolita Sevilla!, sobre el plano. Los poetas (que ahora son dos o más) abundan
en su idea de: ¡menuda estrella!, le sacan brillo con las mangas de las camisas rotas.
La chica -ella a todo color- pisa el suelo montado en nata del puente de Brooklyn, con dolor.
Pisa el puente de Triana y, si cabe, pasa de cabeza por el techo, el ojo de Sauron,
o aquel puente romano adecentado para la ocasión. Ella duerme con la luz encendida.
Es una entrometida en este asunto del amor: porque canta sin que nadie se lo pida
y llora sin que nadie traduzca sus razones
y sueña sin permiso de la felicidad.

Hay un emoticón para cada esperanza, para cada poeta un dibujo que suple la carencia de abrigo;
la escarcha vence aunque defraude su ritmo controlado, su espíritu gremial y estacionario.
Los pájaros de siempre la pegan de volea (o revolotean, que viene a ser lo mismo)
silbando una entrevista personal, entonando un himno cutre, así como quien no adquiere la cosa,
pero heroico del todo y a machamartillo, sus picos remontándose sobre un caballo blanco.
Ella trata de tropezar con estilo y termina golpeándose en las sienes (en ambas de rodeo)
y escupiendo tres besos colorados para el príncipe del soneto final.

Por eso el espacio urde su distancia. Definitivamente. Una tela de araña se propaga como un virus
gripal entre los sólidos, hitos de arista, cuerpos en términos reales, tan solo entre las sombras.
Y la muchacha crece porque sufre, y dice adiós con esa voz aguda pero llena:
¡hasta pronto, corazón!





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