Hay que saltar. Azealia lleva un mendrugo de
pan en el bolsillo.
Soy
Una
Princesa
Lo dijo así.
Camina y lejos de ella sus investigadores
privados que la acompañan a todas partes
y no la pierden de vista. Su cohorte. Ella.
No hay Reina más poderosa.
En el barrio. Los contenedores suman
gasolina, huelen a ceniza,
los escaparates apedreados o nuevos. Es la
última noche.
Hay que saltar. Azealia saltó tan alto, saltó
tan lejos sin romperse el astrágalo
un muro alto como la valla de Europa. Ayer
paseaba por el patio sola en compañía de muchas.
Las chicas celebraban un acontecimiento, un
intento.
La Princesa Azealia no era una princesa, pero
no había Reina más orgullosa que ella
cuando aparecía por las calles siempre
desiertas del distrito, siempre a oscuras, siempre
acostumbrándose al incendio.
Hay que saltar. El patio aconseja y ahí se
aprende pero no se hacen amigas.
Ella sin drogas se fumaba un cigarrillo
electrónico, votaba
por correo al Partido Comunista. Qué menos.
Los bloques amenazan con salir pitando de la
ciudad, descimentados,
alargándose hasta la eternidad de un cielo
gris.
La mafia reparte caramelos a la puerta del
colegio electoral o a la puerta del cine:
es la doble sesión. Los disparos no dejan
dormir al niño. Azealia un día será mamá
y sus hijos dormirán a pierna suelta, quizás
en otro país. La manos de Azealia
experimentan un ciclo maternal, acarician tan
flojas, suaves como fábulas.
A distancia, ¡cómo le hacen la corte!
Enfrascados en sus tablas de snow,
hasta las cejas de pastillas para la tos, sampleando una auténtica sirena,
toqueteando frenéticamente un famoso disco de
vinilo.
Un cuento. El cuento empieza mal para
terminar de golpe con un beso en la frente
que es un golpe maternal o fraterno (trazas
de un K.O. técnico). En el cuento hay una princesa de color
negro que es más hermosa que un reloj de
pared, más hermosa que un rifle de repetición,
más bella que la catedral gótica más vieja
del mundo,
más que el viejo caserón descascarillado de
estilo gótico carpintero que no se tiene en pie,
preciosa como una estación espacial, como una
sonda espacial, como una nave no tripulada;
más alta que el reflejo del sol en la cresta
plateada de la cumbre.
La Princesa sonríe y se llama Azealia -dice
el cuento- y es tan guapa que no hay fuentes
para ella, no hay agua más clara, no hay un
cielo por fuera de sus ojos negros.
En el barrio la gente se provoca, los coches son
provocativos. Fue un coche que atropelló
a un anciano y salió huyendo porque no sabía
parar. Las chicas no saben parar,
y no quieren parar, llevan un mecanismo
erróneo en el cerebro, sin mesura,
como unos pantalones más anchos.
Es cruzar la autovía y la poesía que se ha
quedado al otro lado y la poesía no existe.
Los poetas no están a esta orilla del crimen.
En este cuadrilátero de la ciudad
no existen versos como lágrimas ni palabras
de amor. Ella no tiene quien adorne su esperanza,
quien la cuide a sorbos de nostalgia, quien
se ocupe de su forma de besar.
La pobreza que tiene corazón y muestra
cicatrices en el alma, tatuajes en el brazo
izquierdo de la vida, en la mano de un millón
de dólares.
Azealia, hay que saltar. Sin rasguñarse, sin
herirse, sin romperse el astrágalo
ni dejarse matar en el intento.
Muchas gracias, Maribel, por tu delicadeza y atención. Un beso
ResponderEliminar