Primavera
en el Castillo. Del torreón espigado surgen vigas maestras, esqueletos
vivaces;
una teja cae de cruz. El tejado no existe a lo largo del día,
por
la noche se reproduce un trozo grande de uralita como en las cabañas del monte
(sin
antena de televisión).
En su
momento hubo cuántas banderas, cuántas trompetas saludaron el alba, jóvenes
tambores,
soldados
y arlequines. Las damas estrenaban sonrisa hacia el altar del trono,
sus
zapatos valían un reino en ultramar, una especie de isla.
Se cruzaba
el acero mientras sonaban los móviles de última generación;
los
generales llamaban al orden, a la acción a sus huestes indignas,
(desharrapadas
también). El tableteo de las ametralladoras marcaba el paso del desfile. La
guerra
estaba
fresca en la memoria. Toda guerra se parece a la siguiente. Y es un error.
Una
pareja de novios debatía su reciente futuro en la esquina central del patio de
armas.
La
mujer del coronel supervisaba el guiso. El Castillo endulzaba sus oídos de
coraza gótica,
fecundaba
cañones por centenas, granadas vírgenes. En el salón real, el monarca
comprendía
su parte de la situación, reinterpretaba su papel de príncipe incendiario.
Volaban
las consignas por los pasillos atrincherados en su laberíntica impostura.
Las
consignas decían que era hora de combatir el mal, hora de eliminar, cauterizar,
fundir
el plomo de las calaveras enemigas. Las tropas aguardaban el milagro de su
indefensión.
La
hija del rey, que ni era princesa ni se llamaba Laura, vigilaba desde la almena
alta,
rota
almena deshilachada, con su ballesta equilibrada dispuesta y destinada al
saqueo
de
los corazones, el arrasamiento sentimental de las propiedades más humildes,
la
confusión de las almas. Su propia alma distaba tanto de la eternidad...
Su espíritu
era cómplice de alguna sombra oculta, su belleza era el eco
de
una fantasía corriente, el reflejo de un grito abortado, la foto romántica de un
niño infeliz.
La
primera bomba cayó como un mensaje de texto con sus caritas enlodando
la realidad.
En los fogones, la bella cocinera repintó su pastel de zanahoria.
Los pajes retardaban el aviso, pero corrían ligeros.
En los fogones, la bella cocinera repintó su pastel de zanahoria.
Los pajes retardaban el aviso, pero corrían ligeros.
El silencio era exactamente esto.
La
paz huía con un chusco de pan negro debajo del brazo.
Todo
el Castillo era una ruina en ciernes. Un techo como el cielo de mañana.
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