Pero las malas lenguas corroídas por la envidia,
cierta prensa mundana.
Ella sufría la inquina de las facciones. Los
titulares:
"La Princesa Azealia sorprendida en un
fumadero de crack en compañía de lo mejor de cada casa"
"Al parecer, el novio de la Princesa
Azealia es un maltratador con antecedentes penales por tráfico de drogas y
estupro"
Las fuerzas vivas del reino se empleaban a
fondo, incurrían en exclusivas falsedades en su contra,
no la perdonaban su origen incómodo, su
querencia por la justicia universal,
(tampoco les gustaba la música que escuchaba
a todas horas, Nas como Janelle,
y a veces Angel Haze).
Ella cantaba y dejaba que algún pajarito poco
hablador se encaramase a su hombro.
No concedía entrevistas y se recluía en sus
aposentos sin ni pizca de ganas de salir.
Fumaba cigarrillos rubios y leía novelas de
Michael Chabon,
de quien admiraba su frescura narrativa.
No hacía caso de la prensa amarilla y
esperaba su momento con un viso trágico en los ojos.
A millas de distancia, el poeta soñaba con
frecuencia inaudita con aquella figura demasiado feliz,
la discreta diadema, la forma de sonreír
hacia un cielo pacífico.
Con el debido respeto,
imaginaba su mano recorriendo el perfil
armónico del rostro, la curva inmaculada de los hombros.
Escribía:
¿Cómo puede el amor acariciar un sueño y
convertirse
en un poderoso acto, una
consagración?
Las nubes tienen
vértices, sueltan cabos
por los que baja una
legión de santos que bendice la guerra.
En tanto, su belleza
sigue completándose en el aire quemado,
sigue ardiendo como el abecedario
de la sangre;
oh, sus palabras vuelan
inalterables por el medio adecuado al son,
hacen de sonido y
reverberan, cuelgan de un muro antes posible.
Trazan simultáneamente
sus líneas el pintor y el profeta
con el músico que
organiza leves ceremonias. Pero ella
sigue alumbrando el
cielo más oscuro,
ajena a los preceptos de
su revolución.
Azealia, que no salía de palacio para ir a
ninguna fiesta de disfraces, a ninguna estúpida fiesta,
ni tenía un novio presidiario (ni fumaba otra
cosa que una hierba sublime),
no languidecía nada, sino que cada vez lucía
más radiante; sopesaba su corona
plúmbea, la joya pesada, el motor del estado.
El corazón en llamas, entonaba un verso
inadvertido con su mirada acústica,
los labios desplazándose hacia el centro del
alma, la lengua caprichosa
redibujando un beso. Amanecía ya y el alba
era un constante desafío,
una superstición. Azealia cantaba y parecía
un blues:
...
como el abecedario de la sangre...
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