Con entereza, la fina superficie de la cumbre
se abandona
a la perfecta compostura del hielo, rozan las
nubes la blanca navidad adormecida,
la formidable ambigüedad del oxígeno allí donde
las águilas anhelan paréntesis de sol.
En tanta cima, la huella figurada de un
paisaje asignado a la historia,
la música más alta, el oro más preciado, más
brillante.
Sobre la tierra, una eternidad infantil, el
tiovivo que galopa hacia un dédalo inocente,
las fieras que conversan en su idioma fácil.
Orden en la seda. Un amasijo dorado
infinitamente luminoso. En los pies,
una invasión de alas, un baño de ángel, el
hueco de la nada que impulsa el vuelo,
la continuidad en la acción, el movimiento
decidido que afirma una capacidad salvaje.
La palabra mezclada con la piel, el dulce escándalo
que salpica las horas muertas,
el tiempo tan ajeno a esa pretensión de
inmortalidad, esa pulsión dinástica
que ofrece su inmanente garantía de sangre,
algo diferente a la suerte,
formado de futuro.
Amor. Qué natural y sabio. Nada mejor que
interrogarse: sin miedo.
Indicar con un leve mohín encantador,
siquiera arrogante, apenas displicente,
prender la antorcha, dar ventaja al espectro
de un joven príncipe. Ah, todos los héroes
en fila, todos los hombres de este mundo
esperando una mueca desdeñosa,
las migajas de un beso.
El poeta soñaba después de perseguir un
sueño. Tenía en sus manos ávidas de gloria
la intuición cobarde, toda la miseria
acumulada durante siglos
sobre los hombros débiles de la literatura,
estaba en posición de conseguir el plagio decisivo,
introspectivo, la beatificación insospechada
de una saga original. Catorce lápidas en redondo,
el círculo republicano obstinadamente
molestando, siendo un estorbo y un fastidio,
como suele incomodar el genio a quienes saben
apreciarlo en su drástica medida.
El poema fue:
Hacia
la soledad parten los ríos
desde
la soledad de la montaña
y
solamente dios los acompaña
hasta
la mar preñada de navíos.
Hacia
el silencio de los labios fríos
viaja
la voz ardiente de la entraña
y
solamente dios mira su hazaña
con
esos ojos negros y vacíos.
Hacia
tu melancólico destierro
lanzo
mi corazón a tumba abierta,
a tus
benditos pies mi sangre arrojo
y luego bajo
llave el alma encierro
a ver
qué corazón llama a su puerta,
que solo
dios devuelve ojo por ojo.
Y Azealia vibrante, al frente de su séquito
digno, su laboratorio amoroso. Ella meditaba
su presente, sobre la voz en consigna, el
papel de estraza perfumado, el pergamino antiguo, el papel cebolla
que hacía saltar las lágrimas del céfiro, el
papel de fumar que se consumía despacio. El poema era un antro
donde nadie debería haber entrado nunca,
nadie debería traspasar ese umbral intolerable
hacia el caos de la rima, el espantoso signo.
Porque el amor dejaba allí de ser
una palabra no escrita y parecía un verbo amar
transitivo y profético,
una resolución determinada por monstruos de
largos cabellos y mirada mortal. Azealia sabía todo eso
cuando sonrojaba el verso en sus labios
morenos y bostezaba el aire detrás de su nariz. Nada de amor,
pero un leve problema con el sentido acento,
la hipótesis versal, la boca del metro; alguien que tal vez
vociferaba estrofas sin ritmo buscando eco y
fantasía. El espejo de siempre
y otra imagen indecible para la posteridad,
otra inmaculada norma para el llanto.
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