Amanece
una aurora basta (déjala que arda), a gasolina, tosca y sin estilo, que viste
mal.
Ni
siquiera los rayos solares, tan aseados y en línea, pueden sacarla de su
fallida aparición,
rescatarla
del fango celestial. ¡Que aprenda del crepúsculo fulgente!, ¡del alba sonrosada
del ayer! Esta aurora viste raro, lleva calcetines blancos de niebla matinal
y
mezcla colores antagónicos sin fundamento ni gracia o abusa de los tonos más
áridos,
monótonos
y escasamente universales. Esto es un amanecer de hojalata,
una
procesión de vidrieras afónicas y perlas falsas, bisutería básica, del montón.
Hasta
el tocado es de mal gusto, ese limbo disfuncional acumulando miseria
sobre
un horizonte de sucesos donde nada ocurre con naturalidad.
(Dijo
el poeta)
Hay
animales feos. Hay monos ridículos aunque no hagan el ridículo: son cosas
distintas.
Detrás
de la aurora parece que vaya a salir un monicaco haciendo su número,
un
gibón o un gran mandril feroz e insatisfecho. Los monos aturden con su
organismo prensil;
amanece
y ya tenemos al gran simio eyaculando, el sinvergüenza.
(Anónimo)
La
noche es mucho más elegante, con su traje de cola
que
parece que es la noche de los óscar, exclusiva y genial. De noche, la sensación
es
invisible, se libera una sensación bastante luminosa, da la impresión de que se
llevan
los
complementos indispensables y ni uno más, y todo sienta bien, al dedillo;
la
moda es de una complexión nocturna o noctívaga, nictitante quizás, nocturnal
para el caso,
la
mejor moda a la última ellas se la ponen para que no se vea y eligen la noche,
claro
está, el ocaso, la parte menos automática del día, esa parte manual.
De
tarde en tarde, todo sea, sale una tarde decente y vespertina (nada de té).
Aunque
se sabe que la tarde se aburre de sí y de su tardanza como en acabarse;
es que
la tarde finaliza tarde, en diferido, termina desganada, tirando luz,
fulminando
monos hambrientos y frenéticos, monos bailongos e impúdicos
como
seres de fiesta. Pero la tarde también incluso es propicia a otros animales
tal
que algunos insectos que se escabullen y se crean a partir de cierta hora
máxima,
cierto
arco horario que sienten suyo y de su propiedad aérea, casualmente.
Amanece
un desastre de alborada marítima, una sinrazón acristalada, cerúlea,
que
sugiere promiscuidad desaforada y varios otros síndromes climáticos mendaces.
Es
como un moratón en la frente del cielo, una espinilla lunar, un grano malicioso
antes
del baile de fin de curso, justo al despertarse el día de la boda.
Diríase
que suda el alba, que apesta ese dulzor a purpurina que expande su raquítico
neón,
esa
flojera tenebrosa, ese desacompasamiento artificioso, burdo y sin orquesta.
La
noche es mucho más oscura. Tiene facilidad para combinar y combina con todo:
hacia
la luz, combina con la luz, hacia el norte, combina entonces con una brújula o
algo.
La
noche fantasea y fabrica monstruos de papel para los niños soñadores, ¡tan
creativa!,
fértil
y dichosa. Porque la noche es un punto de encuentro, una formalidad ineludible
que
exige buen comportamiento. De noche, el mundo se comporta y dice la verdad,
solo
mienten las estrellas, que suelen ocultar su edad de oro.
(Dijo
el mandril)
Azealia
Finalmente,
la princesa tenía un nombre suyo, imposible pero cierto (al parecer): Azealia.
Qué
delicada ella. La Princesa Azealia no tenía que ver con elfos ni con duendes
ni
con hadas madrinas ni con ninfas, cualquiera que fuese su condición áurea. Era
una persona.
Encantadora.
Simpática. Era una persona encantadora a más no poder.
Un
ángel reunido, un arcángel en persona, una persona nada física,
sino
una sociedad anónima perfecta, la familia completa, la familia estricta, la
familia
que
no discute y que se lleva bien. Era de un nuevo tipo de familia poco adoctrinada,
poco
numerosa.
Sus trenzas divisaban continentes, conquistaban ínsulas distantes. Sus trenzas
eran
épicas, por consiguiente, o se batían en duelo por las armas, bravas como eran.
La
Princesa Azealia era una mujer de armas tomar y a la vez la protagonista de
todos los cuentos:
Rapunzel,
Blancanieves, Cenicienta. Gretel también. Ella era un salto hacia la corrección
política
leyendo
en una novela de W. Mosley cuando Ratón se quiere cargar a un policía de Los
Ángeles.
Ella
es el pecado de una raza. Era el pecado de la raza blanca tan y tan pecaminosa:
vasos
de leche con sonrisas fáciles y manos gigantescas para agarrarte mejor.
Decían
las leyendas que la Princesa Azealia cantaba muy bien, algo como María Callas,
una
mezcla de Liza Minnelli y Beyoncé, con esa legendaria tenacidad de Barbra
Streisand
y la
comicidad involuntaria de Shakira. Nada menos. Rapeaba a lo suyo
interpretando
un baile mejor que el de Pulp Fiction porque ella sentía el ritmo
no
como un canalla decadente, no como la rubia más oxigenada de la sala.
El
poeta claro que estaba rendidamente enamorado de Azealia,
de su
pelo tan largo y original, de sus narices plenas, de sus dientes como argénteos
y su
risa argentina echando humo, de sus piernas bastantes y sus manos de piel. Y de
sus ojos.
Los
ojos de Azealia eran un bien común, un jurado piadoso,
mirarse
en ellos era como renunciar al futuro.
El
poeta intuía la sombra de Azealia, sus ojos mártires o su licor derramado.
Contemplaba
la
voz del tabique nasal y las trenzas modernas, el suéter Mickey Mouse, el diseño
de
una vez. Ella percutía la voz sobre todas las prosas, borrando letras con la
goma.
Esa
voz flexible junto a los labios prójimos, comestibles labios hacia dentro de su
propia sed.
Ella
que cortaba, sangraba labios a medio hacer, dientes de leche, órganos suyos
para
ver, litros de gravedad.
Como
en todos los cuentos, durante un tiempo exacto, la Princesa Azealia
no
perteneció a la corte y vagaba noctívaga
adornándose a cada paso.
Y
cuentan que sufrió la incomprensión, alguna forma de esclavitud. La indignidad
rozó
su
abundante cabello, aplastó su sonrisa con el peso muerto de una biblia blanca y
restallante.
Pero
Azealia era un espejo en sí donde se reflejaba dios, donde dios era tan negro
como
una maravillosa noche. Oh, y vestía cuadros de Basquiat por encima de las
rodillas,
zapatillas
rosas especiales. Y el poeta la amaba afligido a mil versos por segundo.
desistimiento
Dos
ojos simples vuelan al encuentro.
Averiguan
la sangre que tiene que caer, desde qué altura, hasta qué puerto.
La
nave suele llegar con retraso, dilatando su canción. Un aplazamiento
solicitado.
La canción raspa, informa de una extraña intención.
La
voz se intuye cuánta voz
El
aire avanza
Nadie
escribe su legado
La
escritura no recurre al compromiso
Se
abre a la frustración
Alguien
sugiere una flor
Una
venganza
El
beso es tan obvio que resiste, se resiste al metro, abjura.
Sin
contacto. Cada uno en su lugar, con su mérito a la espalda.
De
una distancia puede decirse que es importante
y puede
señalarse su tamaño. Ahora que se conocen todos los tamaños.
Es
una caricia rota, el beso. Fue un recuerdo que tendrán los ojos.
Por
la mañana la soledad entra en pánico. Se desayunan perlas de sudor.
El
viento recorre pasillos elegantes, interminables como en una casa encantada.
Allí
se pierden los besos en la oscuridad porque no iban dejando un rastro
persistente,
tampoco
un aroma.
Hay
aromas inconfundibles que no paran de llamar.
La
persuasión es líquida, se hace fuerte en la manera de mirar,
en el
oficio. La realidad es en verso, pero no funciona tan bien.
Dos
ojos desembarcan en la luna, de mirada en mirada. Surgen sobre una base azul.
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