En el
confín del universo observable solo hay otra explosión sin motivo.
Nadie
maneja los hilos. La física es un trauma.
Es
bueno saber quiénes somos, sabernos a la hora de medir el verso,
a la
hora de amar. El simio vergonzante nos acecha desde su rama alta.
El
animal nos mira desde nuestra pequeña alma mutante y sonríe como hambriento;
aunque
no tenga alma, muestra dientes feroces para el canto.
En tal
confín soñado del abismo, hay otra estrella a punto de volarse
con insana
presteza, a su ritmo de curvas y neutrones, violentando el tejido
del
espacio. El simio acierta con la luz, echa un trago de luz,
descubre
una blancura que refleja el tiempo
y se
le ocurre un tiempo sin final.
Todo
sucede igual en todas direcciones. En nuestro mundo de atrás -aquel patio
trasero-,
un
universo acaba de violar las alambradas, invisible y magnético,
sus
hombres ya están naciendo en la imaginación de la materia.
Incluso
hay un fantasma que transige. Fluctúa entre realidades
tal
vez paralelas, tal vez independientes también en la manera de contarse,
de registrar
sus acontecimientos. El fantasma aparece cuando corres las cortinas nuevas
o
abres la ventana para huir del calor. Hay uno que se pasea por el patio
y
sonríe como si supiera que no puede hacerlo
(ella dice que lo ha visto fantasear por el parque).
Cuando
se escribe un verso -o cualquier verso- las palabras escogen una muerte lenta.
Se
devanan los sesos dispuestas a saltar. El verso organiza
un
pensamiento inerte, lo golpea con la fuerza probable de su mala fortuna.
Detrás
de cada múltiple universo, alguien imprime el sello que lo expresa en parte:
las
manos manchadas cuando hay manos, la tinta reciente cuando hay tinta,
los ojos
entornados hacia una sombra más que permanente. Detrás de cada vórtice completo
se
escribe el mismo verso inalterable. ¡Se está escribiendo éste!
Ahora.
En un idioma antiguo, de otra forma, o en una lengua enferma de silencio.
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