martes, 10 de agosto de 2021

the chronic

 

Qué grande parecía el mundo
y qué pequeño lo hicimos. Era una semántica incompleta, vacía y corta. Ah, no significaba
nada. Apenas una voluta de humo, el brillo hipodérmico de la sangre, el rabillo del ojo del mínimo
color disponible, el mínimo color múltiplo (es orange).
 
Jugábamos al futbolín,
jugábamos al billar y el humo no contaminaba, las piedras eran tan flexibles
como la rodilla de Claire; y el aroma que atraía a las abejas, el filtro
amoroso de la resina explosiva, la goma del milenio.
 
Esto es la literatura, el punto y aparte, el epílogo
funesto, la enumeración positiva de tantas fatalidades. El escondite definitivo.
 
Vamos confluyendo en plena
contradicción; ¿qué se siente siendo un personaje famoso?, ¿qué sienten las personas
aupadas en sus pedestales de gloria al entrar en la panadería? La matemática
fluye y es un asco realmente no dominar el prurito de las ecuaciones, su romanticismo y su economía
gestual.
 
En el mundo, aunque no lo parezca, no estaba (todavía) Alisha Boe
construyendo el futuro. Por extraño que parezca el futuro no colmaba las ansias
del futuro. Visitábamos entonces los Juegos Olímpicos de Barcelona y tal vez adivinábamos la trayectoria
no errática, acaso carismática de la jabalina, la parábola
espontánea del martillo, visualizábamos con poderosa antelación 
la carrera de cien metros de la bella Marion Jones, su zancada poliédrica.
 
Cómo jibarizamos el mundo, lo redujimos, lo comprimimos en una mano muerta, sin versos ni pistolas eléctricas,
sin novelas de ciencia ficción ni películas de miedo, solo con la fuerza
natural de nuestra crónica desilusión.



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