sábado, 5 de enero de 2013

el cuervo


Más tarde, sucedieron los desastres naturales.
Terremotos que dejaron inservible la escala de Richter
sacudieron el armazón de las últimas ciudades en vela,
donde hileras de voraces refugiados disputaban a tremendas fieras
las sobras de la catástrofe.

Por tanto,
aconteció el final de la hermosura con un hondo suspiro de besos atrofiados.
La última princesa reclinó su espléndida figura en un altar de escombros,
los héroes cargaron con sus cruces
y los malvados vieron la luz en un charco de sangre.

Cualquier amanecer tuvo su cuervo, su bestia negra sobre fondo azul,
su antítesis desagradable.

Subió a los cielos la belleza, ascendió en su ataúd, oro y marfil,
vaporosa como una inclinación al tedio, como una discusión finalizada,
y dejó en su lugar una franja de silencio,
un violento deseo de inmovilidad.

La fuerza universal de los acontecimientos volcó sobre el futuro
un número infinito de desgracias.

En todas sus vertientes, el vértigo sustituyó al equilibrio,
colosales caídas hicieron temblar los cimientos de las civilizaciones,
dios abandonó sus diferentes tronos con un rabioso movimiento herético,
rasgó la niebla un vigoroso estruendo y, de la nuda sombra,
surgieron mil volcanes que sepultaron siglos de memoria y arte.

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