Pero
no había árboles donde esconderse,
ni
zanjas, ni el cauce de los ríos era un sitio seguro.
Patrullas
despiadadas batían el terreno,
famélicos
soldados hambrientos como cachorros,
sus miradas
repartían torbellinos de azufre.
La
soledad había dejado de ser un sitio seguro
(tal
vez, con las manos, cavar un hoyo no muy profundo
en
la tierra tan seca, y parecerse a la tierra,
tratar
de parecerse a los terrones estériles,
tomar
el color neutral del suelo, camuflarse, hundirse,
conteniendo
el aliento en un rincón del alma).
Pero
no había árboles. La hierba era el estiércol, la ceniza
del
tiempo, hebras centrales de un pasado remoto
para
la luz.
El
fuego tardó un instante en encontrar su línea entre dos valles,
luego,
extendió su capa tapizando de cuervos el sembrado
mientras
el agua pesada fluía fuera de lugar, se infiltraba
en
la organización del mundo.
El
ruido era el aliado perfecto. Un ruido permanente
que
cubría de campanas el horizonte.
Improvisando
un orfeón de angustia,
ella
lanzó un grito que ascendió como un cohete de pánico;
los
perros olfatearon su manera de ser.
Cuando
les vimos llegar,
tú
te subiste a un árbol. Pero no había árboles donde ocultarse.
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