martes, 1 de enero de 2013

el escondite


Pero no había árboles donde esconderse,
ni zanjas, ni el cauce de los ríos era un sitio seguro.
Patrullas despiadadas batían el terreno,
famélicos soldados hambrientos como cachorros,
sus miradas repartían torbellinos de azufre.

La soledad había dejado de ser un sitio seguro
(tal vez, con las manos, cavar un hoyo no muy profundo
en la tierra tan seca, y parecerse a la tierra,
tratar de parecerse a los terrones estériles,
tomar el color neutral del suelo, camuflarse, hundirse,
conteniendo el aliento en un rincón del alma).

Pero no había árboles. La hierba era el estiércol, la ceniza
del tiempo, hebras centrales de un pasado remoto
para la luz.

El fuego tardó un instante en encontrar su línea entre dos valles,
luego, extendió su capa tapizando de cuervos el sembrado
mientras el agua pesada fluía fuera de lugar, se infiltraba
en la organización del mundo.

El ruido era el aliado perfecto. Un ruido permanente
que cubría de campanas el horizonte.

Improvisando un orfeón de angustia,
ella lanzó un grito que ascendió como un cohete de pánico;
los perros olfatearon su manera de ser.

Cuando les vimos llegar,
tú te subiste a un árbol. Pero no había árboles donde ocultarse.

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