Desaparecieron
las familias;
la
humanidad se disolvió como un azucarillo en una taza de café humeante.
Una
sopa parecida a la sopa primordial, pero formada de hombres,
mujeres
y niños, abarrotó las galerías más recónditas
y
las cuevas pobladas de animales salvajes.
Desconocidos
disputándose migajas y toldos harapientos,
mujeres
invisibles consumiendo sus drogas sintéticas,
jóvenes
tratando de recordar qué cosa era el deseo, qué la salvación.
Los
ancianos perseguían a los niños que, a veces, se dejaban atrapar,
cansados
de huir hacia adelante,
que,
a veces, cuando nadie les veía, dejaban de mover sus cuerpecillos trágicos:
ya
estaban muertos cuando el viento silbaba su canción de cuna.
Nada
de vehículos. Tristemente, las aceras eran toda la calle,
las
autopistas caminaban de la mano de una frontera imaginaria,
los
puentes eran ríos en sí mismos.
(Qué
poca luz.) Y desaparecieron las razas
para
dar paso a una raza única de noctámbulos,
seres
arrebatados a su dulce genética que soñaban con la brisa del mar.
En
el pútrido estanque, los peces echaron dientes de leche a la primera ocasión.
Las
ratas avanzaban como un ejército, belicosas y compactas,
pero
temían por sus crías.
Llovía
con frecuencia inusitada, agua caliente que inundaba los ojos,
quemaba
en la garganta y provocaba náuseas a la tierra,
que
vomitaba hierba azul cobalto.
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