Nadie
regresa, dijo el padre,
y el
cadáver putrefacto que parecía escucharle con los ojos abiertos
asintió
con un tic impredecible.
Por
la calle desierta, pasó un coche a toda velocidad
y el
padre le gritó encorajinado: ¡nadie vuelve!
Llegaron
ambos jóvenes, sus hijos que lo fueron,
los
que ya no lo eran, porque ahora eran extraños e indeterminados,
y
ella sonrió con su boca preciosa y él siseó una sola amenaza.
Él
los reconoció de inmediato y dijo: no sois vosotros; nadie vuelve.
Y la
niña río con las trenzas ambiguas
y el
chico enfurruñado arrugó la nariz con ese gesto gracioso.
Entonces,
ella sacó una foto y miró fijamente al anciano;
no
te has ido, le dijo, y empezó a toser y escupir sangre.
Ahí tienes
a tu madre, ya que lo preguntas, le respondió él,
creo
que está enferma, aunque ella no te lo dirá.
Y
añadió: ¡Ah, si estuvieras aquí!
Pero
nadie regresa. Nadie vuelve.
De
pronto, el joven sacó una navaja y se acercó al hombre.
La
hoja oxidada alcanzó directamente el corazón;
al
principio, brotó un delgado hilo color lacre.
No era
él, dijo mirando a su hermana.
Y
ella dijo: no estamos aquí.
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