Algunos
aún acudían a las fábricas,
acudían
a las oficinas y a las tiendas con el ánimo austero
de
los náufragos para hallarlas inhabitadas, solas,
para
hallarse solos de una manera fácil, ordinaria,
sin
apelar a la rutina gris del infortunio.
Todavía
no habían ofrecido las sirenas su último concierto,
cuando,
por pura maldad, grupos salvajes profanaban las tumbas
y
asaltaban escuelas estancadas en el máximo silencio
(violentos
gangs rociaban de balas los parques infantiles,
donde
las alimañas habían instaurado su república golosa).
Un
secreto a voces se elevaba insultante sobre las gruesas nubes
que
amenazaban con dolorosos partos de nieve;
el
frío maquinaba su descenso a la tierra.
Algunas
familias aún rezaban unidas bajo la musculatura pétrea de las catedrales,
como
si su impulso gótico pudiera ser un arma contra los dragones
que
el huracán formaba entre las calles vacías.
El
hielo disponía su goteo profético, atisbaba su gloria intolerable.
Gente
corriente quemaba neumáticos por las esquinas
y la
ceniza impregnaba los besos extraviados de una pátina hostil.
La
atmósfera no perdonaba un solo desaliento, se abatía constante,
revolucionaria,
doblegando espaldas misericordiosas, brazos honestos,
frentes
colmadas de una remota ingenuidad.
Solemnemente,
discurría el tiempo, en bruto,
olvidando
propiciar acontecimientos válidos,
silbando
su egoísmo taciturno.
Todos
tenían hambre. Todos satisfacían un miedo voraz.
Como
cascos azules,
todos
estaban preparados para instruir la paz con argumentos de hierro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario