En el sagrado nombre
de las pequeñas cosas,
en el nombre
impreciso que desliza la lluvia,
reclamo tu piedad, temerosa
princesa,
apelo al sindicato
febril de tu hermosura.
En el nombre del
padre que yace indivisible,
en nombre de la
sangre ruidosamente oculta,
imploro tu clemencia,
reina desprevenida,
acudo al tribunal de
tu justicia injusta.
¿Quién no recuerda el
nombre discreto de la rosa,
los diminutos nombres
del Sol y de la Luna,
los más altisonantes
que lucen las estrellas?
En el nombre que
empieza por mi letra minúscula,
¡oh abogada del diablo
vecino de mi entraña!,
pronuncio esta
solemne declaración de angustia.
---
Se me vendrá
la lágrima hasta el beso
-en la
mejilla un cauce para un río-,
resbalará en
los labios,... ¡cómo ansío
de su
corriente duelo quedar preso!
Deslizará el
besar su oscuro peso
sobre el
color del viento y el rocío
enfermará de
pena, yo de frío,
el tiempo de
imparable retroceso.
El llanto
volverá a colmar los ojos,
salado y
mineral, será la boca
de nuevo
fosa, nuevamente tumba.
Y el luto
anidará entre los despojos
de este anciano
dolor que, siendo roca,
bajo el peso
de un beso se derrumba.
No sé
si trama el cielo azul cobalto
la
tormenta final o el claro día,
sólo sé
que me ve desde lo alto,
como
dios, si mirase, me vería.
No sé
si son arcángeles de asalto
los
flamígeros dardos que me envía,
sólo sé
que derriten el asfalto,
relámpagos
de máxima energía.
No sé
de qué portal saldrá la luna,
ni por
qué resplandor se irá la noche
a dormir
su perpetua borrachera.
Sólo sé
que no hay cielo que reúna
tanto
gélido umbral, ni que derroche
su
caudal como el cielo que me espera.
---
Yo
tenía una piedra en la garganta
que
afilaba mi aliento sobrehumano,
y
llevaba una piedra en cada mano
y, en
los pies, otra piedra en cada planta.
Cantaba
como solamente canta
un
jilguero a las puertas del verano,
cegado
como un pálido gitano
a la
luz mineral de una taranta.
Y
llevaba una piedra, por si acaso,
en cada
mano pálida de nieve
mientras
me encaminaba hacia el olvido.
Y
cambiaba de piedra, a cada paso,
buscando
la de filo menos leve
y la de
más profundo recorrido.
---
Del
vertebrado suelo arranca Primavera
robustas
flores, zarzas, naturaleza y daño.
En mí fuerza el aullido de estirpe lastimera
y el
linajudo acento del príncipe ermitaño.
Del
aire arranca el cielo que para mí quisiera
y de la
hierba un verde más verde cada año,
pero de
mis entrañas no arranca, ni siquiera,
la
parte decadente que no me desentraño.
La Primavera
esconde, furiosa, su postura
ante la
piel del hombre abrazado al espejo;
no le
transmite forma, sino furtiva esencia.
Sólo a
mí se me muestra en toda su espesura,
con
profusión de espinas, de las que me protejo,
y de
rosas que vencen mi enferma resistencia.
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