domingo, 17 de febrero de 2013

sonetos (IV)


En el sagrado nombre de las pequeñas cosas,
en el nombre impreciso que desliza la lluvia,
reclamo tu piedad, temerosa princesa,
apelo al sindicato febril de tu hermosura.

En el nombre del padre que yace indivisible,
en nombre de la sangre ruidosamente oculta,
imploro tu clemencia, reina desprevenida,
acudo al tribunal de tu justicia injusta.

¿Quién no recuerda el nombre discreto de la rosa,
los diminutos nombres del Sol y de la Luna,
los más altisonantes que lucen las estrellas?

En el nombre que empieza por mi letra minúscula,
¡oh abogada del diablo vecino de mi entraña!,
pronuncio esta solemne declaración de angustia.

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Se me vendrá la lágrima hasta el beso
-en la mejilla un cauce para un río-,
resbalará en los labios,... ¡cómo ansío
de su corriente duelo quedar preso!

Deslizará el besar su oscuro peso
sobre el color del viento y el rocío
enfermará de pena, yo de frío,
el tiempo de imparable retroceso.

El llanto volverá a colmar los ojos,
salado y mineral, será la boca
de nuevo fosa, nuevamente tumba.

Y el luto anidará entre los despojos
de este anciano dolor que, siendo roca,
bajo el peso de un beso se derrumba.

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No sé si trama el cielo azul cobalto
la tormenta final o el claro día,
sólo sé que me ve desde lo alto,
como dios, si mirase, me vería.

No sé si son arcángeles de asalto
los flamígeros dardos que me envía,
sólo sé que derriten el asfalto,
relámpagos de máxima energía.

No sé de qué portal saldrá la luna,
ni por qué resplandor se irá la noche
a dormir su perpetua borrachera.

Sólo sé que no hay cielo que reúna
tanto gélido umbral, ni que derroche
su caudal como el cielo que me espera. 

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Yo tenía una piedra en la garganta
que afilaba mi aliento sobrehumano,
y llevaba una piedra en cada mano
y, en los pies, otra piedra en cada planta.

Cantaba como solamente canta
un jilguero a las puertas del verano,
cegado como un pálido gitano
a la luz mineral de una taranta.

Y llevaba una piedra, por si acaso,
en cada mano pálida de nieve
mientras me encaminaba hacia el olvido.

Y cambiaba de piedra, a cada paso,
buscando la de filo menos leve
y la de más profundo recorrido.

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Del vertebrado suelo arranca Primavera
robustas flores, zarzas, naturaleza y daño.
En mí fuerza el aullido de estirpe lastimera
y el linajudo acento del príncipe ermitaño.

Del aire arranca el cielo que para mí quisiera
y de la hierba un verde más verde cada año,
pero de mis entrañas no arranca, ni siquiera,
la parte decadente que no me desentraño.

La Primavera esconde, furiosa, su postura
ante la piel del hombre abrazado al espejo;
no le transmite forma, sino furtiva esencia.

Sólo a mí se me muestra en toda su espesura,
con profusión de espinas, de las que me protejo,
y de rosas que vencen mi enferma resistencia.

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