Antes
de entrar en liza, nuestro ejército fue derrotado.
Curiosamente,
tampoco hubo vencedores,
lo
que reforzó el orgullo del pueblo.
Los
muertos, de todas las edades, se contaron por millones,
pues
la leva fue masiva entre los jóvenes
e
incluso los niños fueron movilizados en la inmensa retaguardia
(los
ancianos iban sucumbiendo al ataque de virus innombrables
o
animales ciegos).
Algunos
supervivientes se hicieron a la mar en frágiles cayucos
porque
todos los barcos habían sido destruidos.
Por
aquel entonces, el mar, que había adquirido un tono púrpura,
solía
estar en calma, una calma abstracta, inverosímil.
Los
delfines alcanzaron las costas
y se
dejaban morir boqueando sobre la arena con ojos suplicantes,
para
regocijo de las masas deshambridas.
De ciento
en viento, un comando perverso entraba en escena
y
cometía una tanda de crímenes horrendos
antes
de enzarzarse en luchas intestinas.
Se
constituyeron milicias miserables, siempre en guardia.
Cuando
expiraba un niño, se hacía una gran fiesta,
había
baile, y las mujeres sonreían mostrando sus podridas dentaduras.
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