Doce
lobos asisten al sublime escarceo,
la
función estoica y gratuita
de aforo
limitado bajo la luz canalla de la luna
(un
resplandor fiscal);
gruñen
bastante y muestran
los
dientes en hilera, dueños de una ferocidad cobarde.
Babeando,
los amantes retuercen sus figuras;
refuerzan
sus diabluras habiéndose
perdido
para el mundo,
que
gira
y
rota,
que
gira roto y revienta
(como)
el
lanzamiento de una pelota de béisbol (en efecto)
con
efecto profundo y retroceso acusado.
El
golpe se da en la cara oculta.
Un
lobo salta por encima del aire
y
los demás aplauden en combativo silencio,
ovacionan
la escena que anticipa episodios sangrientos,
el
diamante colorido de la fiesta, la perpetua
ilusión
de una infancia convocada al fracaso.
La
mujer es hermosa por defecto; por imperativo moral
cimbrea
su cintura y recibe músculo,
un
camino de curvas.
En
el rostro del ángel, en su lívido rostro, renace el acné
primaveral
y tan corriente como una
situación
comprometida.
Doce
lobos se relamen sin pensar en nada
-su
tranquilidad amenazante-,
miran
a degüello, a flor de piel,
con
los ojos inyectados en algo parecido al miedo.
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