Me viene grande el Sol
cuando aparece
volcando su rubor en
mi ventana,
me viene grande y
crece, crece, crece...
Una bola de luz cada
mañana.
Una copa de nieve
estremecida
que rebosa fulgor de
mala gana.
Nieve reveladora y
homicida,
corpúsculo fractal,
nieve completa,
desanimando al fuego en su
caída.
Me viene grande el
Sol, pero me aprieta,
como el hambre
dramática que tengo,
como la sed que llevo
en la maleta
con la que voy de gris en gris marengo,
directo hacia la nada
competente
en la materia gris de
la que vengo.
Una bola de luz
incandescente,
infectando la nieve
depresora,
nieve que de su albura
se arrepiente
y regresa a su origen,
incolora,
agua para calmar la
sed vibrante,
para entregarse al
llanto que se llora.
Me viene grande el
Sol, apabullante,
obrando su presencia
testaruda,
y la sombra me queda
como un guante
hecho a medida de la
carne cruda.
Sombra de fundamento
misterioso,
color oscuridad casi
desnuda.
Un horrendo estallido
luminoso,
una tromba flamígera y
certera.
Un cáliz de la sangre
que reboso.
Copa de nieve que mi
sangre fuera,
sombra que fuera en
tiempos delicados,
polvo que contendrá,
cuando se muera.
Un golpe de calor, ¡cuarenta
grados!,
lanzado contra el
centro de mi centro.
Me queda grande el
Sol, por todos lados,
y más grande de
puertas para adentro.
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