jueves, 24 de septiembre de 2020

imaginar un arpa

 

Oh, volar, escribir a vuelapluma (como se vuela),
anotar el trayecto de un cohete espacial en ruta hacia la confusión; esta metafísica
incide en el comportamiento. Ser un pájaro o –menos probable– un monasterio levitante e ingrávido,
alzado en vilo por una fuerza lejana, algo remotamente poético y fuera de foco.
 
Más fácil, ‘hecho es simple’, anunciarse divino emisario y residir en ese preciso momento,
varado en concreto en esa curva poco pronunciada de la Avenida, hallarse en ese instante congelado
bajo el sol ausente, insinuando una sonrisa interna, un rictus
medular y extraño al organismo.
 
Manda el instinto, ayer atrofiado y destenso, contenido en un movimiento
anímico, inscrito en el papel pintado de las cuatro paredes del alba. Estos son los poderes del Ángel:
su integridad astral, su vis platónica, su alquimia aventajada.
 
Hace tiempo que el amor se suponía
inerte, desangelado como una marioneta felizmente real; el tiempo
es pura metafísica, puro atrevimiento y su ímpetu
forma burbujas de elocuencia. Todo arrastra su edad, su brevedad alícuota y su anemia, hasta
el futuro se jacta, frente a su propia infantil monotonía, de poseer la llave de la historia.
 
Escribir que se muere (y de la muerte), inmiscuirse en semejante estado
elíptico, carne de camposanto; quién no ha surcado el mar del infinito,
profetizado la ceremonia de la confusión, agradecido el aroma reciente de la fresca madera
de pino, la cercanía del satén, el cielo raso
sobre los ojos ardientes, el cese cautelar de la esperanza.
 
Dar por supuesto el aire, imaginar un salto, un arpa
extendida en el vacío. Divulgar un secreto entre las flores, encajar un golpe de suerte, besar
la noche con los labios vueltos. El miedo imita al arte. Todo es sustancia: también las almas saben
darle la mano al viento
y desaparecer.



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