martes, 1 de septiembre de 2020

la pálida temperatura del mañana

 

Este Mundo creciente que exhibe su grandeza,
laboratorio, enigma. Alguien tentado de escribir un poema sobre la luz del sol o una aleta
dorsal, alguien que camina de vuelta hacia la historia, momentáneamente
alejado del ruido, lejos de cualquier significado, oh,
insignificante como un rito moderno, como la vanidad en la cola del pan.
 
A la cola de todos los enigmas, yace el alma. Alguien
ha escrito su epitafio: el alma se muestra en su esplendor monástico, su retroactividad
divinizante. A los efectos, el espíritu figura en los anales de la gente. Somos espirituales
justo mientras vamos por la calle y pateamos el asfalto desnutrido y caliente; querríamos más tierra
entre los dedos, pero nos queda una flor.
 
Sobrevivimos a la ignorancia de dios, personas sin información. Nuestro trabajo
nos cuesta, porque no hay oficio que valga, no hay contrato
indefinido, ni dinero ni dónde derrocharlo. No hay niños jugando en el patio a la hora del recreo,
ni ondean las banderas ni arbolotean los pájaros rendidos hacia la libertad.
 
No hay parte alguna, ninguna parte es parte de este Mundo menguante que ya no está por ningún lado,
salta por la ventana; subimos a la montaña porque no hay nada detrás,
nada mejor que hacer, porque no hay nada en la memoria, nada en el futuro. Mañana
hace calor de nuevo, mañana hizo calor, fue un día memorable
para nadie.
 
Nos hemos perdido
la resurrección, y es una inmensa pérdida. Qué olvidadizos. Escapó de su tumba y echó
a correr calle abajo como alma que lleva el diablo; el espacio se reconcentraba y se desunía de pronto,
dislocado como una extremidad. Había tanto espacio para una sola nota, una misma
imagen recorriendo las estaciones de Alaska a Nueva Delhi, del Bronx al vertedero
universal. Una imagen corriente dando pie al firmamento: como dar la palabra
al primero que pase con una rosa de fuego entre los labios.


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