Cae
la lejanía
en
el desierto. Lánguidos ocasos estallan,
devorados
o tibios,
ante
los ojos del viento,
recrean
su posición autónoma,
limpios
de verdadera pureza.
Oscila
un grumo posible,
gatea,
danza
alrededor de sí, su propio gesto,
su
anarquía.
Viene
el sol de adentro,
calla
pero existe, fúnebre pero diestro,
llamativo.
A lo
lejos, se funda una evidencia huérfana de raíz,
sin
perdón ni desarrollo,
sin
garantía.
El
lodazal eléctrico pone a la venta sus mejores posturas.
Así
se dicta una resolución injusta,
oculta
al escrutinio público;
aquí
se postula la indigencia de las horas vacías de control.
En
el desierto colectivo, estalla el espejismo;
un
nuevo mártir
al
que nadie escucha.
Más
allá del cosmos, reina la fatalidad:
su
corona exhibe las proporciones del tiempo
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