Tras
un estimulante cataclismo, floreció la virtud.
Cientos
de arlequines abarrotaron los parques
reclamando
el estatus del bufón con estilo,
sin
campanillas deprimentes ni ofensivas bolas,
serios,
convertidas sus ordinarias caras en fases
sin
encuentro posible con la belleza sufrida
de
los huérfanos, ni siquiera con el hondo
pesar
de
los prudentes. Largas colas de cuadriculados seres
con
gorro frigio y lengua viperina, festonearon
las
aceras más impías de la ciudad asediada. Sus gritos,
que
apenas se escuchaban en el centro real de la urbe,
resonaban
con los decibelios justos, sin alcanzar
la
potencia mínima que conduce al pretencioso eco.
En
las catacumbas, mientras, una canción variaba de sentido,
ilusionaba
a los pequeños y traía arrestos al común
de
los mortales a base de melodía unitaria, de armonía
sincera,
de anarquía vocal. Los cafés también rebosaban
de
actividad flagrante, hecha a la turbia medida de los príncipes
aquellos (que no tenían nada que perder); llenos los mostradores,
los
pasillos hervían y las mesas brillaban a través del vino derramado,
bailaban
en la onda deslizando una imagen corporativa y moderna.
La
gente -qué tipo de gente- disertaba a todas horas sus
inquietas
soflamas o agitaba falsos estandartes
para
sentirse bien con su codicia de una cierta manera impersonal.
Otros
pedían limosna como quien pide la mano blanca
de
una virgen con la cara inocente de Alicia,
fruncido
en sombras su delicado ceño. Los pájaros
besaban
la huella aérea de la nieve increada del otoño,
no
caída, no derramada, intacta, verificada por un Stradivarius
con
las cuerdas pendientes de un hilo dorado.
La
ciudad se movía como un bosque secreto, renqueante,
ignorando
el cuidadoso llanto de los árboles en llamas
que
recordaban su pasado melancólico con un susurro gris
de
sus ligeras ramas transmutadas en púrpura ceniza,
tronchadas,
desgajadas, arrebatadas a la gloria
divididas
en séquitos humildes por un enorme cuadro de Picasso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario