Mi tiempo es un tahúr que se aventura
en una interminable mala racha,
es un nombre de pila que se tacha
con una cruz sobre una sepultura.
Mi vida es una muerte prematura,
digamos que una muerte vivaracha,
un viejo profesor que se emborracha
y olvida su mejor asignatura.
El tiempo me produce tal espanto
que al vuelo de su flecha me adelanto
en alas de mi trágico destino.
La sombra del futuro es mi presente
y no hay alba furiosa que la ahuyente
bajo este cielo raso que adivino.
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Resoplan, del invierno,
las perchas abrigadas,
hace un calor de estufa,
corporal, pegajoso,
recapacita el aire con
un gemido acuoso
capturado en los quicios
de las puertas cerradas.
Timoneles celestes
surcan abigarradas
rutas convencionales, se
inaugura el reposo
de las bóvedas truncas y
un volumen ocioso
transita la marea de
curvas delicadas.
La indiferencia nace de
la temperatura.
En el descanso, un roce
-sensual- entre electrones
y núcleos en proceso de lento
aprendizaje.
Redimensiona el cielo su
clemencia futura.
Nieva, y la nieve es
blanca (horizonte en funciones
de cometa ligero). La
luz sabe a paisaje.
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A causa de mis cálidos
deseos,
exiliado me veo en toda
Francia,
funesta, apoteósica
distancia
forjada en eslabones
maniqueos.
Tus ojos son dos montes
Pirineos
en gélida misión de
vigilancia,
tu boca una facción de
intolerancia,
oscura como vino de
Burdeos.
Por gracia de mi anhelo
desbordante,
sufro en mi propia
ínsula de Elba
este trato tan frío y
denigrante,
pues no encuentro mirada
que me absuelva,
otra ley que la injusta
de la selva,
ni boca que la voz no me
levante.
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Nieve igual a la nieve
del anterior invierno
-partes iguales, sombras
de parecida horma-,
resbaladizo puente sobre
el pasado eterno,
hueco de ojos azules de
movediza forma.
Entre los blandos copos,
la remembranza interno
de aquel amable gesto,
aquella pura norma,
santo y seña que fuera
de tu mejor gobierno,
emblema de mi drástico
conato de reforma.
Dormido en los laureles
de la desesperanza
-ya sin respiración el
aire-, sin aliento,
el beso protestante de
tus labios felices.
El tiempo es un alud que
se nos abalanza
desde el fondo del alma,
¡es un desprendimiento!
La vida sólo un sueño
que deja cicatrices.
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Quién pudiera ser agua,
transparente
cascada mineral o sombra
clara,
o drusa sideral que reflejara
la luz de la materia
incandescente.
Quién fuera sorda
lluvia, entre la gente,
filtrándose desnuda.
Quién volara
-sólo azul sobre azul,
silueta avara-,
raudal de incertidumbre,
forma ausente.
Quién silencio lunar,
aroma etéreo,
líquida huella en el
callado entorno,
gota de calma, fórmula
sensible.
Y quién ínfimo tramo del
aéreo
crepitar, corazón menor,
adorno
del vacío local. Ser
invisible.
He leído todos los sonetos, Esteban, pero, al menos hoy, me gustaría hablarte de los dos que más me han gustado; el primero y el tercero, en un caso por la gravedad del tema y lo bien que te acercas a las obsesiones de, quizás, el más grande de nuestros sonetistas, Quevedo. Es duro y , a la vez hermoso, que tengamos una referencia de tal calibre, y la verdad es que construyes un espléndido poema, en el otro, porque es muy difícil hablar en boca de un personaje tan importante, para bien y para mal, y no perder el pulso de la auténtica poesía.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Enrique. Estos sonetos que voy poniendo en el blog son de hace unos cuantos años. Ahora, apenas escribo poesía rimada. La rima exige "entrenamiento", el endecasílabo, o el alejandrino, también. Mi favorito de esta tanda es el primero, creo que el más conseguido, sobre todo en los cuartetos.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias de nuevo por el comentario.