Lo
nunca visto. A su manera de caminar despacio;
si de
puntillas venía con un metro en la punta de la lengua.
La
canción caminaba a su lado y sus pasitos cortos
doblaban
una esquina con la mirada puesta en el después,
a la
vuelta, en una sucesión de incertidumbres y sorpresas mayúsculas.
Lo
nunca visto. Sus zapatillas de correr a mares, de bailar
con
los lisiados arbolitos y sus hojas, de leer en sus hojas la historia
más
hermosa jamás pensada, el balanceo de una gloriosa existencia.
¡Ah!,
pero apegada a la tierra, levitando sin bajar las escaleras
o al
subir al monte que tiene la ciudad en mente (y no existe tampoco).
La
canción y su base de melocotón y almendras, su básica melodía
abierta
en canal para todos los oyentes, para toda la familia,
desde
el gato al canario, del abuelo a la madre paradójica.
La
niña que creció en un santiamén y se puso a caminar con el son,
que
comenzaba a predicar el soul sumida en una ráfaga de funk.
Letras
al borde de la desintegración, rimas que se autodestruirán.
Palabras
no violentas que cruzan calles desiertas a las tres de la mañana,
esqueletos
que menean sus huesos al ritmo.
La
niña con su azúcar y su estrofa que no se recalienta
por
más que ruede y aunque se motorice y llegue a su destino en la sombra.
Vertiginosos
pensamientos, bocas ávidas machacando el rap en español
(o
en inglés africano y retumbante, sólido y nada sofisticado).
Una
chica morena caminando y alimentando sueños, de paseo por el recién
estrenado
parque, en el barrio y fuera del barrio, al límite del buen gusto
que
marca la estación de policía con su bandera rígida.
En
silencio: así, en un deslizamiento, con un sereno movimiento subversivo.
Cantando.
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