Vino
la lluvia suelta a través de una corteza mínima de escamas.
El
agua voló saboreando el aire, violando su alígera pureza,
su
alada pretensión, su universal bautismo, esa confianza seca
y
trabajada en su fortaleza grave, en la fuerza rotunda de su alado descenso.
El
hombre sintió la primera gota fresca en la frente sudorosa y avisó a su
familia;
los
pequeños, descalzos, iniciaron un baile descoordinado,
un
poco lúgubre, un poco abierto a la miseria, que dejaba caer
pedazos
imponentes de basura sobre la tierra caduca del estío.
Las
mujeres, sin embargo, recogieron sus cuerpos como si fueran ropa
recién
lavada y pronunciaron un leve escalofrío en la tibieza
casi
romántica del sueño. Todos encendieron blancos cigarrillos y levantaron
cúpulas
de humo hacia el enfurecido cielo. Los niños fumaban a paso de gigante,
haciendo
rechinar los dientes, apenas si formados en su núcleo,
y
los perros se acercaban al entorno caótico del campamento
con
las fauces goteando sangre y los ojos vacíos de color.
La
lluvia trajo un espacio de paulatino cambio, un horizonte
azul
de cordilleras acabadas en cumbres de una blancura tenaz,
la
múltiple ladera nevada y solitaria, entregada a las águilas
y
conectada al instinto nómada que dirige las manadas hambrientas
hacia
cualquier lugar donde caerse muerto no sea una solución de compromiso
sino
una liberación auténtica y tan pura como la propia vida,
una
vida sumida en la nostalgia. Llovía el firmamento sin mesura,
se
derramaba el agua rápida y feliz en su momento, su pletórico instante,
fija
en la añoranza de su fértil historia, recolectando hierba a manotazos.
Olía
a transparencia, el ambiente era tímido y hasta el suelo se comportaba
de
manera plausible, educada, exhibiendo su desierta tarjeta de baile.
La
rosa, inevitable y carismática, sacrificaba una pizca de su tono
en
el húmedo altar que ascendía a saltos mortales desde la superficie.
Callaban
los artistas ante semejante desorden, protegiendo su entropía misma,
diseccionando
su acrobático sentido del deber, con lápices en las manos
(que
algunos insensatos llamarían plumas), todos excepcionales ad nauseam,
petimetres
incluso en el lavabo, incluso en la floristería. Callaban su oficio
de
decir que llueve, cuando los niños chicos se abrazaban calados
hasta
los huesos débiles y jugaban a pisar los charcos caracoleando
sus
cabellos negros. Solamente una hermosa doncella tropezando en su río,
en
la sencilla claridad del agua, una bella persona de ojos pues haciendo nubes,
ojos
en la primera laguna al fin del mapa, solamente una reina perseguida,
una
reina alejada de su imperio, tenía la palabra, tomaba la palabra
para
decir lo que llovía aquella tarde que estaba lloviendo y caía la lluvia tan
nueva,
vertical
y más líquida, tan vaporosa como una fúnebre cortina entre dos mundos.
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