Su
mirada se ajustaba a la ley que permite la vida, no a la que expide
salvoconductos
sellados con murallas de odio. Era la mirada de un hombre,
por
fin, el signo fehaciente de la humanidad, ajeno a toda intención
de
codicia, desprovisto de intereses bastardos o legítimos,
una
mirada inocente. Por fin, la mirada de un hombre sin patria
que,
sin embargo, conoce la tragedia perpetua de su historia,
un
claro de luna en cada retina, el abrazo que pasa rozando la piel
y se
detiene a unos milímetros del calor, la mano que muestra su palma
encallecida,
trabajadora y resistente, ¡ah!, el simple brazo del obrero,
aquel
que no rechaza el contacto del sudor, su lealtad brillante,
su
esfuerzo concienzudo y constructivo, la fortaleza que edifica una mirada
limpia
en su ingenuidad increíble, en su romántica belleza y más
allá
del atlas primordial de la hermosura.
Su
mirada era un sinfín, un camino violeta, una senda profunda y desterrada
que
conducía, serenamente, al particular espacio de los árboles
o a
su interior alzado en mariposas, serio e infinito, rindiendo aire
en
llamaradas alegres, solicitando aire para la creación del teorema,
del
mito. Era, mirando, un dios algo cobarde de sí mismo, de los que no exigen
altas
oraciones y ni siquiera evalúan el peso de las almas.
Ella
sintió el cariño instantáneo, el oleaje, el tacto irrepetible de su aliento profético
y
respiró aliviada, y suspiró confusa ante semejante declaración de afecto,
ante
ese recital de buenos modales, esa educación antigua,
y
recordó la luna del espejo, aquella de su casa, en su habitación cerrada,
aquella
luna que siempre devolvía un rayo de esperanza,
que
desataba el reflejo de una sonrisa frente a las primeras lágrimas vertidas
con
el nuevo día y trasladaba a los labios la brillantez insólita de las tinieblas,
la
sombra deletreada por una boca armada de finísimas perlas.
¡Oh!,
y se descubrió verificando el tedio familiar, caliente y pegajoso,
tan
insípido y a la vez tan valiente, válido, insustituible, insuperable
en
su baldío atuendo comercial, su gratuidad reñida con el oficio urgente
del
ubicuo funcionario de prisiones, su establecimiento amable.
Pues
la mirada de aquel hombre tranquilo, como una lengua -y no de fuego- recorría
su
ancha y prematura frente, humedeciendo la carne templada y vigorosa,
resaltando
los pómulos con la ambición debida a su tierno esplendor,
desanudando
la magnitud global de las mejillas con lentitud ascética
y
asimismo vigilante, vibrando como un instrumento lírico al ritmo contagioso de
su acento.
Pero
se dio la vuelta y ya escondía la risa maravillosa que le caía muy amplia
desde
los propios ojos -en vano destinados al llanto-, y un poco respondía a su
impulso
gracioso
retratándose amena, dispuesta a la victoria
y
enseguida, por cierto, acostumbrada al triunfo. Fue así que celebró la
eucaristía,
mientras
su voluntario espectador se concentraba a un paso de ballet
del
breve mecanismo de su talle.
Hombre, mujer... poesía en la mirada.
ResponderEliminarSupongo que hay muchas personas, hombres y mujeres, que no encuentran en su día a día demasiadas miradas realmente amables. En especial, pensaba en los extranjeros, en las personas de otros países que no entienden bien nuestros idiomas y se ven aislados en cierta medida: una mirada amable puede contribuir a romper ese aislamiento. Y es algo no cuesta nada ofrecer.
ResponderEliminarMuchas gracias por venir, Emma, y un abrazo.