Tiembla
un poco la casa limpia,
como
si estuviera cerca de las vías del tren o del ruido intenso
del
aeropuerto; se estremece, pequeña -pulcra para sus pies descalzos,
alados
y sin puntos débiles-, tirita, agotada de inviernos, y estira su antigua
chimenea,
su robusto cuello, buscando hebras de luz, calor de hogar.
La fiebre
entra en la casa del espejo. En la pared, el orgulloso óvalo tiene
la
suerte de reflejar la vida ajetreada de una hermosa muchacha,
su
aceitunado rostro, sus manos hechas de chocolate y fresa, sus ojos vírgenes.
Cuando
el aliento se congela, ella enciende la estufa
y la
casa da un respingo, vibra enloquecida, cierra las ventanas mejor que antes,
se
enjaula, se retrae, contrae sus músculos de acero, tensa sus vigas maestras,
tose
un sarpullido de hormigón armado.
Ella
brinca y de un salto pone el pie en el techo, golpea los cristales sin
estruendo,
danza
una pobreza permanente, y su vestido
parece
entonces confeccionado con alfileres de oro, que no existe modelo
en este
mundo para llevarlo con mayor proyección y agrado, con más estilo.
Digamos
que la ropa hace juego con el verso de la casa, el verbo de la casa,
comprensible
y honesto, pero alambicado y también sincero, aunque complejo,
diseñado
para el arte de la supervivencia.
Saliendo
del extraño edificio, a la derecha obra un compás de espera,
una
penosa falta de seguridad. La chica gira hacia la izquierda -como siempre-
y da
la espalda con gracia a su vivienda ajena.
Un
dorado fulgor acompaña su registro diario. A la primera hora,
cuántas
palomas saludan su paseo histórico (y los jilgueros avanzan
sus
especiales trinos). Ella procede a enamorar al mundo. A su paso, se abre
un
panal de corazones. Y todo brilla a la distancia exacta que prospera en sus
ojos.
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