Se apagó, pero quemaba. Suspendida la temperatura, en equilibrio
no
precario, firme sobre sus grados y su llama azul, su géiser. Un páramo de piel
aceitunada
sostiene el mundo. Ahí, la fotografía de un músculo obsceno,
portentoso
brazo. Era el pico en el fuego, lastimando los ojos que lloraban,
derramaban
infatigables lágrimas como hace la tormenta.
Quemaba
la piel alrededor de los párpados inyectados en su color brillante,
pómulos
contraídos, ligeramente secos a pesar de la trémula riada.
Hubo
una inundación que no sabía a gloria, pero ardía con ese combustible
caudal
de la tristeza. Cuando la tierra necesitaba intervenciones,
manos
decididas, cuerpos en fila india musitando la oración del cuervo.
Los
trenes vigilaban la estación envuelta en soledad; las banderas
agitaban
sus postes, blandían colores pasados de moda. En el vagón de cola,
se
produjo una declaración sincera. Daba igual. Algunas personas excelentes
observaban
con rencor la contracción de la mentira habitual, su decadencia.
De
algún vagón semejante bajó una mañana la bella Kateřina que no quería morir.
A
veces, los andenes acogen héroes o presienten la sangre, acunan
a los
héroes en sus pérgolas y los dirigen a una muerte segura.
Las
estaciones son lugares propicios para las grandes despedidas,
también
en las noches de invierno.
Pero
quemaba. Ardía y se contorsionaba; una imagen de hierro más que rojo,
un
alambre de fina composición, mortífero y seguro. Cegadores diamantes
dentro
de la garganta y el oro rodeándolo todo con ese afán anular, circular,
beatífico,
mayestático y difícil; olor a mina y a polvo inmaculado,
un
brote general de confusión a vueltas con el rostro persuasivo de las máquinas.
Ni
siquiera quedaban los abrazos; por su agudeza y su poca cordura, el abrazo
sepultaba
el ritual, era para el consuelo de una mayoría de seres animosos
y
tenaces, no para el indeciso bastión de la inocencia, no para el muchacho de
perfil,
con su
nariz desviada a base de tremendas agresiones de autor desconocido,
sus
piernas de cervatillo y su pelo deprimente. Los abrazos y los besos
son
para los culpables que viven con los ojos apagados y caminan
entre
tinieblas sin sentir el dolor.
Se
alejaba el tren por su recta vía y quedaba un aroma a pañuelos desplegados,
a
últimas horas, una huella de momentos infelices, humedad, tropiezos, una
torpeza
infiltrada
en los huesos. El mejor sentimiento calcinaba el trabajo honrado de una vida,
averiaba
el mecanismo automático de la palabra e impedía la construcción
de las
frases más sencillas, que se atascaban en un cuello de botella.
Pero
dolía. La siguiente estación era el olvido, una puerta sin pájaros,
un
árbol sin manzanas, un secuestro en alta mar. Y la hierba que seguía creciendo,
pero cómo dolía ver el campo sin flores.
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