domingo, 2 de junio de 2013

como abrazan los seres invisibles


Se apagó, pero quemaba. Suspendida la temperatura, en equilibrio
no precario, firme sobre sus grados y su llama azul, su géiser. Un páramo de piel
aceitunada sostiene el mundo. Ahí, la fotografía de un músculo obsceno,
portentoso brazo. Era el pico en el fuego, lastimando los ojos que lloraban,
derramaban infatigables lágrimas como hace la tormenta.

Quemaba la piel alrededor de los párpados inyectados en su color brillante,
pómulos contraídos, ligeramente secos a pesar de la trémula riada.
Hubo una inundación que no sabía a gloria, pero ardía con ese combustible
caudal de la tristeza. Cuando la tierra necesitaba intervenciones,
manos decididas, cuerpos en fila india musitando la oración del cuervo.

Los trenes vigilaban la estación envuelta en soledad; las banderas
agitaban sus postes, blandían colores pasados de moda. En el vagón de cola,
se produjo una declaración sincera. Daba igual. Algunas personas excelentes
observaban con rencor la contracción de la mentira habitual, su decadencia.
De algún vagón semejante bajó una mañana la bella Kateřina que no quería morir.
A veces, los andenes acogen héroes o presienten la sangre, acunan
a los héroes en sus pérgolas y los dirigen a una muerte segura.
Las estaciones son lugares propicios para las grandes despedidas,
también en las noches de invierno.

Pero quemaba. Ardía y se contorsionaba; una imagen de hierro más que rojo,
un alambre de fina composición, mortífero y seguro. Cegadores diamantes
dentro de la garganta y el oro rodeándolo todo con ese afán anular, circular,
beatífico, mayestático y difícil; olor a mina y a polvo inmaculado,
un brote general de confusión a vueltas con el rostro persuasivo de las máquinas.

Ni siquiera quedaban los abrazos; por su agudeza y su poca cordura, el abrazo
sepultaba el ritual, era para el consuelo de una mayoría de seres animosos
y tenaces, no para el indeciso bastión de la inocencia, no para el muchacho de perfil,
con su nariz desviada a base de tremendas agresiones de autor desconocido,
sus piernas de cervatillo y su pelo deprimente. Los abrazos y los besos
son para los culpables que viven con los ojos apagados y caminan
entre tinieblas sin sentir el dolor.

Se alejaba el tren por su recta vía y quedaba un aroma a pañuelos desplegados,
a últimas horas, una huella de momentos infelices, humedad, tropiezos, una torpeza
infiltrada en los huesos. El mejor sentimiento calcinaba el trabajo honrado de una vida,
averiaba el mecanismo automático de la palabra e impedía la construcción
de las frases más sencillas, que se atascaban en un cuello de botella.

Pero dolía. La siguiente estación era el olvido, una puerta sin pájaros,
un árbol sin manzanas, un secuestro en alta mar. Y la hierba que seguía creciendo,
pero cómo dolía ver el campo sin flores.


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