sábado, 22 de junio de 2013

una sola palabra


Siempre los mismos ojos.

Existen unos ojos penetrantes que pueden ver el alma
de los hombres, orgullosos propietarios de una mirada femenina y honesta
que interpela directamente a la sangre,
dialoga con la máxima emoción.

Reales mensajeros de la hermosura perfecta,
ojos activos, viscerales, vivos en la penumbra, ojos que forman la felicidad
de un gesto y comunican la única intención de la belleza.

Ni la ocurrencia frívola de un romántico empedernido,
ni la broma inocua del orate que ha perdido el sentido del ridículo:
una realidad sin fracturas,
desarrollada, excelente y maravillosa en su oportunidad y sus matices;
es la mirada (de otro mundo)
expresiva y dulce de los ángeles caídos en desgracia,
son ojos de leyenda,
vagabundos estelares, seres nítidos procedentes de un cielo absoluto,
encarnaciones de virtud y estado, balsas pacíficas...

Se trata de un extraño don, tan físico como incendiario
(sensorial talento innato,
tal vez séptimo sentido más allá de la exitosa intuición),
que infunde a las rosas elegidas la energía suficiente
para proyectar su clara imagen vital
entre los recovecos y las reconditeces más inexpugnables del ser,
allí donde residen las ideas incontaminadas por el instinto o la razón pura,
imagen que consigue desvelar los sentimientos en sus distintas y delicadas capas
despejando incógnitas y recuperando certezas escondidas bajo el peso del tiempo.

Frente a la vulgar mirada que atiende con general torpeza a la materia
y en no pocas ocasiones tiende con descaro a la expresa maldad,
siempre los mismos ojos a través de los siglos, dúctiles ojos sensibles al amor.
Simplemente, sensibles al amor. Los ojos de la esclava humillada por muchos
que descubren un fulgor de compasión en el rostro culpable de su dueño atormentado,
los otros de la reina que sufre por la injusticia que afecta a su más humilde súbdito.

Ojos que proceden con tacto, auscultan, recomponen,
cuidan y miran sin codicia, con ternura, con la sincera dilección que es anterior al deseo
y no depende de un aspecto determinado, la serena franqueza
que se mide por lágrimas y permite contemplar la esencia del espíritu.

Existen unos ojos tan vivaces que pueden leer en el corazón de los hombres
el poema más largo de la historia y el mejor escrito con una sola palabra. 





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