En ese
cuerpo diferente, tanto como incorpóreo, pero no muerto,
¡vivo!,
intransigentemente vivo desde la pequeña uña pintada de malva
hasta
el estrépito de las pestañas aceleradas por el rostro de la luz,
ceñido
por la seda cruda y salvaje como una joya de sincero lustre.
Extranjera
de su cuerpo vencido al sol, enamorado de un secreto
que
tampoco conocen los espejos reñidos con la magia.
Acerca
de sus ojos, más que estanques, se prodigan los poetas,
más que
pozos azules de insondable aspecto, negros a su favor,
la
figura felina agazapada en la sombra, por no poner tan fina, ágil
sin
desmerecerse, ágil hasta la concreción de su expresa soltura.
Encaramada
a un árbol sin salir de casa, a un árbol cualquiera -no al ciprés-
con
arañazos en las rodillas de leal curvatura, a punto de desprenderse
las
postillas que amenazan la belleza incorrupta de las benditas piernas.
Un jersey
sucio de tierra y verdín, es decir, limpio hacia el hielo antártico,
glauco
y transparente a su irisado modo, siempre llamativo y celeste.
Ella la
modelo de nadie, Venus desolada, comportándose bien,
manifestando
una conducta nada ilícita, con un propósito poco decente
para las
comadres permanentemente asidas a sus estrechos balcones,
con una
misión en este mundo desarrollada a golpe de tacón de aguja,
o a pie
descalzo, minucioso y feliz como pueda serlo una paloma blanca.
Entre
bastidores, la especular silueta, labios sobresalientes,
pechos
de vertical ternura, los agónicos muslos titulándose rápidas columnas,
los
brazos expandiendo su ramal hermosura, ¡oh! y su vernal franqueza,
libres
con la intensidad del humo sus manos reflexivas que ajustan y señalan
o
aplauden la representación de la belleza contenida en una rosa marchita.
En ese
cuerpo de estructura nívea, tan parecido al sexo y, sin embargo,
diferente
tanto como incorpóreo, pero vivo, ella, determinada y sola,
íntima
ella en el gesto fugaz que acompaña su recreo nocturno,
su
reconocimiento de un lugar abandonado por los viejos canallas.
Ella
con sus presentimientos, o bailando en la luna que refleja la lluvia
como si
fuera un rostro bañado en lágrimas, la serena faz del orbe
derramando
un caritativo silencio para lavar de mugre las avenidas del aire,
silencio
para ver el amor flotando inerme, fiel a su naturaleza,
en las
profundidades de una mente desvalida.
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