El
sueño del amor era un desierto donde giraban los planetas fríos
(todos
soñaban con nuevos horizontes, imprecisos y huérfanos).
El
sueño del que hablamos tiene su anclaje en el recuerdo,
porque
ha ocurrido ya un millón de veces, es un estruendo colectivo,
un
grito en la conciencia de la humanidad doliente, la carcajada del borracho,
la risa
loca del torturador ecuánime que reparte el horror con indulgencia.
El
sueño que soñamos tiene que ver con su parte más antigua,
aquella
que se remonta al ecuador del género, cuando las mujeres parían
con
dolor y sin espanto y los hombres cazaban piezas de museo.
Es una
imagen con gorra de plato y botas altas, pulidas y brillantes, con espuela,
botas
de alta escuela, de siete leguas, de verdugo, botas autócratas, atómicas,
absueltas
del trabajo que deprime, listas, perfectas para la patada brutal
en las
costillas del paria. Es un sueño con una imagen fija: el desfile triunfal.
Pero...,
dirán, ¿y el amor?, ¿dónde se esconde? Digamos que es una gran mentira
esta de
que el amor es suficiente y así tan rozagante se ciñe su corona celestial:
es una
trama urdida por alguien muy poco enamorado, bien poco enamorado,
siquiera
algo enrolado en la tripulación del hambre, apenas muerto de sed y desconsuelo,
la
estratagema burda de un necio sin razón ni oficio que, por creer, cree que dios
nos ama
y
cuenta con que los ángeles cumplan con sus obligaciones.
El
sueño del amor era una especie de absolutismo sin rocas ni nada, sin robots
dando
saltos de robots teledirigidos, ni drones criminales sobrevolando un cielo
insuperable,
era como la preciosa desnudez del infinito, una revelación divulgada
por una
voz radiofónica y sencillamente comercial, un secreto al alba,
un
ruiseñor afónico (de incógnito).
El
sueño del que hablamos, éste que conseguimos aprehender despacio o aprender
a golpe
de timón, es el que simpatiza con las cazadoras de cometas y los hombres
que dan
de comer a las palomas. Nada de gorras de plato, ni de botas altas
que
marcan pasos elementales con insidiosa delectación (aunque, por otra parte,
sea una
imagen con su gorra soviética castrense cuajada de estrellas y medallas al
mérito
antifascista,
tal que una gorra de plato hondo acompañada de sus esquizofrénicas
botas
habituales).
Este
amor que tiene dos ojos que a veces se le ponen rojos como ascuas encendidas,
que se
ruboriza hasta las raíces del cabello y congela su mirada asustadiza y seria,
brota
del pecho irrespirable de una mujer o de una joven con la frente ancha
y los
ojos negros y el cabello largo, negro, barnizado de un color tan fuerte
que
rechaza la luz.
El
sueño del amor era una máquina robándose la vida de los niños pequeños,
un
desierto girando al ritmo de una buena canción.
"Este amor que tiene dos ojos que a veces se le ponen rojos como ascuas encendidas,
ResponderEliminarque se ruboriza hasta las raíces del cabello y congela su mirada asustadiza y seria,
brota del pecho irrespirable de una mujer o de una joven con la frente ancha
y los ojos negros y el cabello largo, negro, barnizado de un color tan fuerte
que rechaza la luz".
Hasta a quien se está lustrando las botas y el alma le pasa por delante, pero no lo ve.
Un abrazo
Muchísimas gracias, Emma, amiga, por tomarte la molestia de comentar mi poema. Este es uno de esos que parece se escriban solos, ajenos a todo significado racional... Realmente no sé todavía muy bien a qué viene todo eso de las botas y las gorras de plato, todas estas referencias militares..., pero el caso es que estaban ahí, y ahí están ahora. Recuerdo que hace muchos años, allá por 1984 estuve en Madrid en la fiesta del PC. de Ignacio Gallego, prosoviético. En un momento del acto central, aparecieron unos militares soviéticos a los que nosotros, que estábamos muy al fondo de la explanada en la casa de campo, solo podíamos distinguir por las desmesuradas gorras de plato que portaban, la cosa se puso muy emotiva y estuvimos gritando todos, las cuatro o cinco mil personas que estábamos allí, durante un buen rato ¡Viva la Unión Soviética!, jajaja, mientras ellos saludaban, supongo que también emocionados.
EliminarLa cuestión es que ahora mismo tengo que escribir. Hace poco murió súbitamente un compañero, un buen colega, también escritor, más joven que yo, a los cuarenta y siete años..., Ramón Ataz. Creo que eso me ha espoleado, ya sabes, un día estás y al siguiente..., no sé, necesito tiempo para escribir y no lo tengo, no tengo todo el que necesito y eso me mortifica bastante, Emma. Así que tengo algo descuidados a mis amigos virtuales y es que no estoy muy comunicativo últimamente. Supongo que es una mala racha.
Recibe un fuerte abrazo y gracias de nuevo por la visita.