Tú no quieres
escribir..., lo que quieres es que te amen.
"El señor
Fox", Helen Oyeyemi
Tú
no quieres escribir..., lo que quieres es que te amen,
dijo Helen con el
pensamiento a flor de piel
y aquello en la punta de
la lengua, aquello que acababa de decir.
Y el poeta se escondió
de su mirada o miró para otra parte
como, por otra parte, siempre
solía hacer cuando miraba.
El juego sepultaba sus fichas de dominó
que caían y rebotaban
unas sobre otras;
ridículo, lo era. Que le
hubieran captado con esa instantánea
demoledora de su pequeño
acento
su diminuta escalera de
color
que no valía, en
realidad, el potosí que aparentaba.
Superada la edad del romanticismo,
la edad adulta y
misericordiosa a la que consiguieron fenecer
Keats y Shelley, Byron
(todos menos el aguafiestas de Coleridge),
¿quién quiere ser poeta
a los cincuenta?
más aún, ¿quién puede
ser poeta sin haber pisado
siquiera las calles
interesantes de la ciudad eterna? (sea cual sea esa ciudad).
Helen, que lo sabe todo,
acierta en su diagnóstico.
Y el poeta recula y se
rebuzna al oído (tal que para inspirarse).
Lo
que quieres es que te amen.
¡Por dios!, ¡qué vulgaridad
extremadamente poco
parisiense!
Nivel de ocurrencia
cero, la antipintada.
Y es que la verdad no es
tan revolucionaria a veces, ni tan liberadora,
a veces, apesta.
Y todo
por ese walserianismo
tan cauto
que es como si le
hubiesen contagiado la gripe aviar
que no hay enfermedad más
eficiente:
ese afán benefactor,
esa pirueta ingenua.
Alguien sin suerte que,
además, no quiere escribir. Ni sabe.
Un tipo que pretende
desmayos a su paso
y logra
risitas descarriadas e
incultas. El poeta de marras.
Así que la réplica llegó
como desde un estómago vacío,
de algún espacio
interior preexistente:
¡Oh,
Helen, y que le voy a hacer si amo el amor!
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