Ali golpea el cielo y la cometa
clausura
el balanceo de sus alas.
El
público se encrespa, las bengalas
ascienden
hasta el techo del planeta.
Hubo un tiempo en que el
campeón era el hombre del momento
y algunos padres
despertaban a sus hijos pequeños a las tres de la mañana
para ver juntos el
combate del siglo.
El campeón era
el hombre del momento. Y los periódicos
titulaban al día siguiente:
los púgiles se intercambiaron
más de quinientos golpes
que podrían haber matado a un hombre normal.
Había que creerlo.
Hubo un tiempo en que el
campeón era un hombre nada corriente,
el hombre del momento
era un rey que suscitaba el interés
de los intelectuales: Norman Mailer lo reconocía en la cima del mundo
luchando desde su
plateado sitial contra el curtido trabajador
encarnado en el
infatigable y testarudo Joe Frazier.
Entonces no existía
esta corrección política que hoy abomina del boxeo
y los niños saludaban al campeón con reverencia. Pero algunos padres
tenían otras intenciones
y veían en el hombre al líder revolucionario
que había plantado cara
a la reacción y había iniciado, por fin, un conato de venganza,
la venganza de los
desposeídos y los humillados contra la bestia que mantenía
dictadores y asesinaba
con napalm a los campesinos en países remotos.
Y era tan cierto como
que sale el sol todas las mañanas que a él, al campeón,
el
Vietcong ese no le había hecho nada,
ni a él ni a la pundonorosa madre
de familia que veía a su
hijo adolescente morir en las doradas
colinas de Binh Thuan.
Ah, pero allí estaban
los golpes, los golpes por las balas, la bomba atómica
en el rostro pétreo y
descomunal de Foreman. Tras el inhumano castigo,
el bailarín, transmutado
en fajador, que conecta un golpe demoledor
una tremenda lengua de
serpiente que noquea al sueño americano
y hace desmoronarse a un
imperio con los pies de barro.
Mailer tuvo el valor de observar
la derrota y la honradez de vaticinar el triunfo,
de saludar al genio, al
ego más grande del universo, al campeón de los pesos pesados,
de anunciar la llegada de
Obama con décadas de anticipación.
Hubo un tiempo en que
los niños soñaban con la trepidante velocidad de los guantes
del hombre más fuerte
del mundo, el nunca visto juego de pies del genuino artista del ring,
la facilidad para
esquivar con una mueca
de superioridad las
acometidas de sus temibles rivales,
con el gesto del poeta
capaz de declamar su estilo despreocupado y único:
"flota como una mariposa, pica como una abeja",
porque el campeón, el
dueño del ego más grande del universo,
era un tipo simpático que más parecía una estrella de Hollywood que una mole de gimnasio.
En Kinshasa, encontraron
para él, el pacifista, un grito de guerra.
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