Pero cuando Rosario desaparece al viento y actúa en un constante
ir y venir de malvas apretados... Será que está en su naturaleza.
Será que un arte egregio va apelmazando el frío en su columna,
será porque sus labios, pura fisonomía, son así, desobedientes,
bandejas de plata para los besos más impronunciables, ruidos de la boca,
rudos, asfixiantes labios casi ahora de verano y néctar, impetuosos
por las calles amargas de una ciudad tan fiera como Roma. Ella tan libre
y glamurosa como las maniquíes que frecuentan los altos restaurantes
y flagelan con sus pasos incómodos el torturado asfalto.
Es Rosario al alcance. De nuevo trascendiendo la aventura de ser una mujer
frente al abismo, una mujer con labios tan loables, prietos de sangre y yema
acelerada al ritmo de su cuerpo, labios ensangrentados como crónicos,
tan pulcros, inequívocos como una sensación inmaculada
de beber en la sed y no saciarse nunca, de besar una grieta
que renace y se expande, se emociona. Labios partidos
de besar un rojo insinuante, lacrados por el ánimo y la frase
lanzada al viento que desaparece.
Cuando caiga la noche sobre las ciudades prodigiosas que acumulan el oro
en montañas azules
y los salmos impidan escuchar la música llegada del espacio,
ella descenderá de algún Pegaso bélico con imponentes alas
y agitará su rabia en un chasquido líquido y rugiente.
Agitará su amor e implorarán los cielos una tregua
en el mínimo silencio de las nubes. Y el soplo de sus labios, tibios como el sol naciente,
se deshará en rubíes tallados por la herramienta helada del relámpago
que traza su rumor zigzagueante en la sábana limpia que prende la alborada.
Será cuando Rosario blanda sus labios extendidos, ampliados en dos vértices de luna.
Porque cuando desaparezca del recuerdo su metáfora
y ya se desvanezca su callado espejismo,
no habrá de pronto más que una verja descuidada para impedir el paso del abatimiento,
solamente una valla pintada de amarillo donde descansarán los pájaros rebeldes
y una pálida fosa donde besar la tierra colorada del estío.
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