En la
oscura librería reina un entusiasmo polvoriento mientras ella recorre los
estantes
deteniéndose
a veces para rozar un libro con los dedos tímidos, remisos a elegir la
mercancía
adecuada
a su talante escéptico frente al romanticismo, romántico frente al amor. Sus
ojos
teclean
una súplica en la madera vieja, un código morse de palabras terminadas en
secreto.
La
última palabra es corazón. El libro es de autor desconocido, un volumen atómico
nacido
para ser devorado por la gente menos común del universo, escrito en un idioma fatigoso,
no
(del todo) verbal, creado por un pueblo sometido a la grandiosidad del
silencio.
Rama
es una chica liberada de su tiempo. Pasea unos centímetros por encima
del
suelo enladrillado del paraíso. Con garbo. Levantando murmullos de admiración,
oleadas
de estilo que contagia y distribuye entre los espectadores, un público privado.
Ella
también liberada de su cuerpo. Su cuerpo interesante, algo gigante, que brilla
con la piel
morena
de una bailarina africana, como la blanca piel de una campesina irreal.
Brillando
en un sustrato o en un párrafo, ingeniándoselas para atraerse a la bella
cultura
hasta
el nivel básico de la divinidad: múltiples brazos, bocas para leer a viva voz
el verso.
A la
altura del parque, los libros aletean como hojas secas, ejecutan piruetas dialécticas,
se
promocionan su geografía impresa, con sus valles no tan fértiles... Punto y
aparte.
Sus
rocas diseñadas por computador, herméticas, fieramente imantadas, ríos
agnósticos
beligerantes.
El mapa de la librería se encoge a causa de su elasticidad moral.
Rama
se convence, admira el ingente patrimonio acumulado en las baldas combadas
bajo
el peso del conocimiento, el estoicismo de los insectos que custodian el legado,
su nítido
talento volador. Los títulos van subrayándose de plata, consumiéndose
en líneas paralelas,
ebrios
de síntesis, acribillados de insignias y apellidos (¡el colmo!), epítomes
rivales.
Un
poema se abraza a la pared, pinta un desierto. Hay regueros de arena entre las
vitrinas,
caminos
que conducen a la tierra sin mirar atrás. El poema tiene madera de amor,
escrito
con palabras
insulsas, sobras del festín gramático, serrín de la academia. Más drama:
ella
que protesta desplazando los labios pesados de carmín, besados en bronce,
húmedos
hasta
el batir del agua mansa estancada en la noche. El libro no determina su
encanto,
no acaba bien. Es un poema duro, trabajado, esculpido en forma de pirámide,
de
esta forma punzante que hace daño y tiene que morir. Y tiene que nacer una vez
más.
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