viernes, 20 de diciembre de 2013

itinerario


En la oscura librería reina un entusiasmo polvoriento mientras ella recorre los estantes
deteniéndose a veces para rozar un libro con los dedos tímidos, remisos a elegir la mercancía
adecuada a su talante escéptico frente al romanticismo, romántico frente al amor. Sus ojos
teclean una súplica en la madera vieja, un código morse de palabras terminadas en secreto.
La última palabra es corazón. El libro es de autor desconocido, un volumen atómico
nacido para ser devorado por la gente menos común del universo, escrito en un idioma fatigoso,
no (del todo) verbal, creado por un pueblo sometido a la grandiosidad del silencio.

Rama es una chica liberada de su tiempo. Pasea unos centímetros por encima
del suelo enladrillado del paraíso. Con garbo. Levantando murmullos de admiración,
oleadas de estilo que contagia y distribuye entre los espectadores, un público privado.
Ella también liberada de su cuerpo. Su cuerpo interesante, algo gigante, que brilla con la piel
morena de una bailarina africana, como la blanca piel de una campesina irreal.
Brillando en un sustrato o en un párrafo, ingeniándoselas para atraerse a la bella cultura
hasta el nivel básico de la divinidad: múltiples brazos, bocas para leer a viva voz el verso.

A la altura del parque, los libros aletean como hojas secas, ejecutan piruetas dialécticas,
se promocionan su geografía impresa, con sus valles no tan fértiles... Punto y aparte.
Sus rocas diseñadas por computador, herméticas, fieramente imantadas, ríos agnósticos
beligerantes. El mapa de la librería se encoge a causa de su elasticidad moral.
Rama se convence, admira el ingente patrimonio acumulado en las baldas combadas
bajo el peso del conocimiento, el estoicismo de los insectos que custodian el legado, su nítido 
talento volador. Los títulos van subrayándose de plata, consumiéndose en líneas paralelas,
ebrios de síntesis, acribillados de insignias y apellidos (¡el colmo!), epítomes rivales.

Un poema se abraza a la pared, pinta un desierto. Hay regueros de arena entre las vitrinas,
caminos que conducen a la tierra sin mirar atrás. El poema tiene madera de amor, escrito
con palabras insulsas, sobras del festín gramático, serrín de la academia. Más drama:
ella que protesta desplazando los labios pesados de carmín, besados en bronce, húmedos
hasta el batir del agua mansa estancada en la noche. El libro no determina su encanto,
no acaba bien. Es un poema duro, trabajado, esculpido en forma de pirámide,
de esta forma punzante que hace daño y tiene que morir. Y tiene que nacer una vez más.  





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