Dentro de la piedra subsiste el arco, la columna
alarga su cuello dolorido.
El adoquín invade la calzada. Hay una arqueta
abierta para meter el pie
bajo la estricta vigilancia de las aves. El
semáforo rabia su color de otoño,
se rompe en un destello anaranjado, su
caminante avanza como un ejército
de una sola vez. La voz hace a la madre que
pregunta o llama a cualquier niño.
Los niños no han empezado a jugar todavía
cuando un hombre con muletas
se sienta a fumar en la plaza. Frío. Los
árboles tiritan en estado vegetativo,
su desnudez estoica es cuestión de
estaciones, un problema vernal.
En un momento dado podría producirse un
atropello flagrante, un accidente,
por accidente, por descuido, un animal que
cruza, un perro que ladra, un anciano
que no oye, no ve, un niño que juega cuando
todavía no es su hora
porque es la hora de los hombres con muletas
que fuman sentados en la plaza.
Un tipo mal encarado sale de casa y se
santigua tan rápido que solo dios lo ve,
precisamente hace el gesto, gesticula de esa
forma antigua y religiosa para esconderse
de dios, pues es un hombre terrible, un ser
apocalíptico. No llueve. El calor, sin embargo,
es cosa del pasado, como la sangre del último
atropello, que ha desaparecido del asfalto.
Una ambulancia pasa ronroneando sin dar la
serenata, pero no se despista y va
mirando a todos lados, lista para desarrollar
su actividad filantrópica, preparada para el desastre
personal, articulada para el llanto y el
crujir de huesos. Ahí tenemos
al policía enfundado en su cartuchera y su
placa; su rostro inescrutable un muro
para los mutantes telépatas que tratan de
introducirse a hurtadillas en su mente
oficial, leal y ejecutiva (ayer entró en
acción y el cráneo del presunto hizo su ¡crack!).
Hacen falta más semáforos, más niños, más
tullidos, más agentes de la ley, más cráneos
pelados dispuestos a partirse en dos como
melones jugosos en aras del bien común.
Capítulo aparte: las chicas que pasan de
largo como ambulancias ciegas, una en particular.
Rama sube por la cuesta con su mochila a la
espalda sin esfuerzo aparente; sube por la calle
empinada jalonada de árboles que tiritan su
desnudez perruna, aguanta el frío
rechistando un poco hacia el silencio. Pasa
por delante de la iglesia. Pasa por delante
del colegio y la comisaría. No se persigna ni
se santigua ni declama credo alguno
ni se inventa un palíndromo alocado, tan solo
finge una palabra que significa adiós
cuando se cruza con algún desconocido.
Dentro de la piedra hay un secreto lanzado al
centro del lago,
o del círculo máximo formado en la acera para
que beban los gatos.
Rama conoce el estallido, el látigo del mar
furioso que restalla en la distancia,
la detallada crema de las olas. La tierra se
retuerce las manos para entrar en calor
y es una nube de polvo intratable dispuesta a
penetrar fosas nasales, bocas,
globos oculares, como si solo fueran espacios
vacíos, capaz de tragarse el vapor.
Naturalmente, el rap es la banda sonora del
parque, el hilo musical del descampado.
El hip-hop es lo propio y se puede bailar sin
moverse del sitio, con las manos sueltas
o la mera actitud.
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