El
dolor comenzó poco después del beso que no tuvo lugar.
Primero
se hizo el silencio en el espejo,
un
silencio que era como un no sonar del arpa en su rincón
o
como un llanto contenido.
Reinaba
el orden, todo arreglado para el leve contacto.
Preparados
los labios, apenas vigilantes, purificados con algunas lágrimas,
concentrada
la frente, lista para el pensamiento y el cálculo,
dispuesta
la mejilla, allí la mano blanca,
el
cuerpo justo entregado al acero benigno de la boca, su toque de fortuna.
Trazaba
el beso su trayectoria de ángel, su camino de rosas,
tenue,
distinto de aquel otro forjado en sangre igual que una leyenda o una patria,
oscuro,
tal vez para no ser interceptado por un deseo cualquiera.
Meticulosamente,
asomaba la carne su tentador reflejo,
el
destello tibio y persuasivo, su aroma frutal. Coleccionaba
maneras
de permanecer intacta, movimientos capaces de eludir un roce inesperado,
fases
que frenaban el contagio eléctrico, epidérmico, de las emociones.
La
física mostraba su estrechez de miras; tan elocuente y categórica
no
permitía el ágil parpadeo del fuego entre las sombras.
Se
hizo fuerte el dolor, mas no por su crudeza, sino por su tozuda resistencia
ante
el murmullo ciego de la felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario