Aquí nuestra Princesa adorable-alígera-alada-princesa (pronúnciese con raudo aleteo
paladar)
dominaba algún arte arcano y también alzaba
versos puros
o es que legislaba a golpe de octava real, a
puro tiro de cometa.
Así que el poeta sufría para iniciar un poema
sufrido y tenso mientras ella
rodaba con un pie silbando su melodía
personal, doblando manantiales con su peonza idílica,
tronzando puentes levadizos con su balada
exenta de enredos y romances
que no tenía un problema de amor, un esquema
de amor
ni un plan sentimental.
Así que ella se sabía de memoria un corpus
infinito
y acertaba a los pájaros con su mirada
púrpura.
Vestida para un serio contratiempo (o un
serial), imperial y graciosa su raya diplomática,
los zapatos armados para un baile de máscaras,
esos mismos zapatos a juego de Janelle,
coronados al fin en su destreza.
Y el poeta graznaba su teórico gesto, su
poema que apenas maldecía la palabra mágica,
insinuaba el rito, filtraba dudas teatrales en
la sombra, virus portátiles al por mayor del género:
-suave
y más suave-,
derribando
fórmulas que son castillos en el aire.
Su
palabra es un himno, ritmo, que no puede caer,
y se
mantiene
arriba,
limpiamente, vuela despacio como una pompa de jabón.
El día
está. La lluvia aún,
todavía
está en la nube que renace,
vuela
como la sombra de un avión.
Según la
gota forma su camada, vuelve al vientre. El viento enciende la rama:
es
suficiente amor.
Todos
los ecos se funden,
cumplen
con su deber armónico, hacen poemas sin fondo
que no
se tienen en pie. ¿Lo ves? Traman su altura,
firman
un elepé de magia pura y se conectan
con la
memoria eléctrica
del
sol.
Humo y
alcohol tienen la llave, está en el aire,
suave y
más suave.
Viene a
decir qué significa la palabra que dice amor
y que
salpica con
cosas
que vuelan
como
los pájaros que vuelan alto,
como la
pena que se mueve en falso,
se muda
y duele en muchas más cabezas:
es muy
frecuente.
Lloran
los locos, las huecas sombras,
los
trajes amarillos
para
pasar de trajes y de modas.
Está en
el aire un beso contra el flujo, se mueve hacia los márgenes
viaja
sintiendo la gravedad
o los
obstáculos de los esquivos dioses.
¿Toses?
Eso es que no has fumado. Aspira el fuego
de este
cigarro helado
y
guarda la ceniza en una urna de cristal.
Los
poetas se han muerto en el Vietnam (adiós), suenan las ráfagas
suspendidas
en el tiempo
como la
ropa
tendida
al sol
que
cruje y huele a lengüetadas,
a una
ebriedad sin don.
Azealia notaba su frescura, tomaba nota de
todos los artículos, se iba de compras
con una lágrima en el bolso. Sentada en la
terraza sorbía un cubo de limón amargo,
de escalofrío en su escala de calor a treinta
grados. Sentía un bálsamo en el cuerpo,
un segundo más subiendo por su espalda,
torciendo sus rodillas por encima del reloj.
Clamaba el arte su profana suerte, su
esnobismo, su familia cuadrada
como en un lienzo maniático de Josef Albers.
El poeta tronaba un rayo de sol hasta su
acción que siempre demoraba el propio canto.
Y la sabía mayestática y adversa, lejana en
otro mundo perteneciente al reino,
un ángel curvo: ella en la síntesis de la
primavera muerta hacía siglos de amor.
La perfección en tránsito, el aire brusco
irrespirable, atenazado. Un castillo de arena, no.
Una torre torcida, arbitraria como una torre
de oro depurada y salvaje.
Ascendía el canto lleno de urbanidad y
soltura por el espacio emocional.
Las aves estallaban en lo alto con ruido
efervescente sin derramar un sola gota
como si fueran almas a punto de salir de casa,
arregladas en forma de peinado,
una burbuja afro relamiéndose el cielo diamantino
de París.
Aquí nuestra Princesa, su sabor, el caramelo
entero de su boca,
regaliz y una brazada estética hacia el
epigrama y su autoría, el reto polisílabo.
Bonita sobre todo, Azealia presente como el
póster de Guevara en los chamizos del barrio, presente
en las manzanas podridas de desahucio. La
Estrella Roja de sus labios apasionadamente bellos
reescribiendo la historia. Ah, el sello de
sus labios, noble lacre, confirmando el exceso de una vida.
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