Reclamar su ternura es una forma de
inocencia. También se ocupa de impulsar el vuelo de las hojas.
El libro se dice suyo. Entre sus manos hablan
los pájaros del bosque, las montañas recitan su brumoso final.
No luce la naturaleza en ese armario de
cemento, sientan peor los trajes, la respiración se polariza
y hasta los pies marchan ajenos, débiles. A
su lado, la luz compra un espejo. Para ella.
La luz compra un espejo para ella cuando no
mira el cielo. Ella se mira al cielo y escucha una nube blanca,
loca, estrictamente llena de pureza. Los
pájaros adelantan la lluvia que participa del fenómeno nupcial.
Y el mundo descarrila su hermosura, se afea
en el instante de caer.
Pensar en ella es reconfigurarse. Un tanto
así de melancólica virtud. Un distrito virtual
para la ética, para sentirse. Ella se ocupa
de acunar el mundo, un planeta en el regazo hueco de su vientre.
La felicidad como a su alcance, a una
distancia moderada de los seres que perecen a diario,
que se mueven en círculos alrededor de la
fama. La gente minúscula ha encendido una hoguera
reluctante. Nadie baila (porque Janelle ha
regresado al futuro).
Por los mentideros se desliza una razón, un
cambio de signo. Las canciones han alterado su fibra,
ya no exprimen el aire ni fecundan los poros
del espacio, crean sonidos inciertos como imágenes sueltas.
La dulzura derrite su azúcar. El libro
susurra un poema pequeño que aún no ha empezado a perderse.
No hay olvido que valga. Se olvidan las
palabras: muerte, libertad. El resto es una broma, un recado
que hacer por el camino; el viaje hacia la
producción. Por ahí: intelectuales utópicos quemando enredaderas,
filólogos haciendo pajaritas con el verbo;
poetas pronunciando su nombre hasta la náusea.
Quererla es una extraña coincidencia. Supone
un cataclismo participar del mito de su gracia.
El poema se arranca con una metáfora golosa,
desplaza su retórica de un pie al otro, cae de su montura
como un apóstol llano y por tres veces niega
su belleza. Ella se rompe al caer, frágil de nuevo,
su piel es un muestrario de cicatrices en el
patio de la vida, en el callejón de las apariciones.
También lleva en el alma una señal histórica
que solo puede verse a la luz mendicante de una estrella lejana.
En su corazón, el amor ha pasado de moda como
un vestido demasiado largo, un aire demasiado puro, una voluntad.
Palidece la llama, la sombra extiende su mano
delicadamente turbia, ¡oh!, su refinada
ensoñación.
Basta un segundo para sentir el tiempo, el
incesante eco de un beso en el vacío para sentir la añoranza perfecta,
el deseo erizado de espinas, la triste música
que agota la palabra.
Amarla es un recibimiento. Tener una noción
desesperada, saber del pecho -un surtidor de versos iniciales-,
inclinarse hacia el fuego y no sentir la
gélida pulsión. Amarla es visitar la constancia. Ella que aparta sus alas,
tan próxima como una noche, tan lejos de su
casa en la ciudad desierta, tan dueña de sí.
Lánguida su mente al piano, la escrupulosa
idea de sus ojos veniales. El formidable empuje de su aliento.
A veces, el libro es una bendición, una
desilusión tras otra, una página limpia que se repite en sangre
o un corazón ahogado en su lamento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario