Ella está tendida. No en el sueño. Reclinada
no en un rincón. Tal vez simplemente
en el suelo ancho de su cuarto interior. Su
cuarto es un templo agudizándose,
con serios minaretes, cúpulas, domos
grafiteados por una mano líquida, paredes al fin
de la esquina sin encontrarse nunca. No en el
laberinto (ya se dijo una vez). El laberinto
es un extremo ardid, es el seto continuo que
no se deteriora ni vende su perpetua primavera.
No es bonito sino ecléctico, no encanta a los
padres; es para quedarse un rato solo.
Ella estaba. Echada en el jergón, en su
camastro, en su colchón ingrávido
viendo pasar los números por delante del
disco. La música ondeaba resonancias como banderas
negras. Sin duda era un cómodo sofá de tres
plazas, suave al tacto del cabello.
Ella tendida sobre una superficie plástica.
No. Sobre el destino. Su destino era una zona confortable
para acostarse a pierna suelta y dar paso a
los sucesos por venir. La cabida del sino era su parte conflictiva.
El runrún de la música metamorfoseaba su
estilo: del soul a otra variedad sonámbula del arte.
Seguramente ella concentrada en el libro.
Inclinada siempre hacia una fase de cansancio insostenible,
un pesar sin cuerpo ni tensión, como un peso
muerto. La mano rauda dibujando escenas del rap
de una tarde de verano en Los Ángeles demasiado
buena para morir. Dónde. El amor entresacaba
notas divergentes, difusas, electrónicas-no.
Para su información el amor no se hallaba presente
en casi ningún espacio, ni rincón, ni jergón,
ni dédalo cósmico. Era como si faltase y no compareciese
y no se hallase o se tornase bruscamente
extraño, ya nada de la familia.
Y tampoco. Está en el centro de un mundo.
Vuelve sobre sus pasos, sigue otra senda.
Para a fumarse un cigarrillo. El estanque le
ofrece su reflejo: pura distorsión. La belleza oscila
como errante, dispensada de su deber de
estatua, su altivez de columna. La humanidad se desborda
y gruñe. Detrás de la música hay un verbo que
incita. El desierto es tan grande
o de un tamaño difícil de explorar. No hace
calor en el sueño, se está bien.
El amor que se tumba sin estar muerto. Se
derrumba sobre un lecho de rosas amarillas
que hacen restallar los ojos. Hay rosas de
todos los colores, menos de ese color.
Ella lo mira en su destierro, la veta del
odio gimoteando su farsa. En el sueño hay un reloj de cuerda
y un letrero: prohibido soñar. Los árboles
observan con severidad, graban la secuencia en sus círculos;
el tiempo también se condensa, concéntrico y
feliz como un cachorro. Cuando ella estuvo allí
había una salida bastante aparatosa que no
dejaba indiferente a nadie. Una salida airosa rumbo al sur.
Aprieta su peluche hasta cortarle la
respiración. Olvida un cuento cada noche antes de irse a dormir.
Entonces, sube las escaleras y evoca la
sensación ambigua de no acertar con el camino,
por un instante. Pero es tarde, y el cielo ya
está cerca de sus ojos.
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