Ella hacía la magia de conservarse pura. En
su espejo, la madrastra era una sombra arrinconada,
humareda gestual. Janelle había zanjado la
discusión, una larga controversia,
y el poeta se encontraba mareado, trataba de
seguir el ritmo vírico, tremendo, el paso honroso
hacia la integridad. Se le atragantaba la
razón del alma, la ventaja del soul:
que no podía con su espíritu alanceado. En la
práctica, su poesía bailoteaba mal, sin clase,
no acertaba un adverbio a causa de su pésimo
claqué.
Janelle callejeaba en cuatro idiomas y los reproducía con primor, adelantada.
Su dentadura irreal, la flor y nata,
sorprendía al acento antes de nacer.
Los príncipes reinaban con los ojos puestos
en su valentía y ya paladeaban la rosa de sus besos,
ya sugerían labios y remaban alegres. Pero
ella fuera de órbita y fuera de su alcance,
abanderando un credo irreconocible por
universal, la nueva poesía, el verbo repeinado,
rizado como una bola de fuego.
¿Cómo lo hacía? (el arte). ¿Quién se lo habría
explicado? En el primer verso, abarrotado
de genio, la verdad desaparecía entre
hipótesis (o paréntesis, que venían a ser)
y era sustituida por una belleza nómada (es
decir, nada estrafalaria).
No es que fuera una mentira para siempre, no
es que la guerra estuviera perdida de antemano,
ni que hubiese floritura y grandeza,
resplandor y ese género de infamias. En el verso primero
lo importante era el corte, la ruptura, ¡el desengaño
a puñados!,
la escarpada ladera de la turbación.
Janelle continuaba sonriendo y el poeta se
calaba las gafas alumbrado por el estro, ecuménico y feliz,
luego lloraba amargamente sometido al
despiece de sus convicciones, boicoteado su sentido artístico:
su fortuna era su error. Ella cavaba hondo, y
el hoyo era el esqueleto o enjambre de un poema.
El poema de J, pues, tenía caderas a los
lados, pero más que caderas eran brotes, algo vegetal;
no un sofisma para retener el talento, sino
más bien una inteligencia militar que lo hacía de uniforme
(pero sin gorra de plato).
Y qué va a ser así, si el poema era un chico
del barrio con su gorra morada y amarilla de los Lakers
rapeando un soliloquio voraz, dictándose un
escalofrío. Estaba ese párrafo sobre su amigo muerto y todo.
La estrofa final, el final que remitía a El
Cuervo para negar la teoría, para no recitarse.
Vamos, en el siglo veintiuno todavía queda
gente dispersa que escribe en la tónica de ayer.
... Janelle renacentista, algo italiana del
Sorrento, un portento en definitiva. Desde niña Janelle.
La pequeña J era una niña solemne (al
parecer), preocupada por las bases (su increíble misterio).
Era una niña a bordo, sin manual de
instrucciones. Luego se centró en la cibernética;
en el cibercafé quedaba con los amigos de
toda la vida y bailaba en trance acariciando la pista.
A veces alguien pulsaba maniático el
interruptor del fracaso
y las luces falseaban la imagen y los
turistas volvían al hotel cansados de pedir un bis.
Ella sin forma de sudar, seca y radiante como
un minuto en la arena.
Su íntima boca dividida en rosarios, abierta
en dos cruces, aspas de Leonardo. Edificando labios
sobre un mal día para salvar la historia. Lejos
de sufrir un verso interesante, de crear un arco,
un alma, algo básico. La diferencia estriba
en la actitud, el fraseo,
el signo que arranca con la música, esta
seguridad profunda que respalda cada promesa,
cada desconcierto. Janelle que es una firma
original, una letra redonda que sonríe.
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