Ella, siempre tan menuda,
tiene un paso de baile, un disparate, ¡el
arpa! Es monolítica, tan musical.
Bebe cerveza en público, luego se come las
uñas cuando nadie pregunta por ella; su misterio comienza a la hora del té.
No explica su procedencia, seguramente porque
viene de un mundo mejor. Su espectáculo ético
es para cualquier edad hasta los treinta (después
ya no hay nada que hacer).
En su respiración late el murmullo de una
estrella distinta,
un manojo de lunas gatea tras la huella de su
infancia. Tiene un pelo que es libre, levantisco, afro-beat
característico, comunal. Su pelo es un
tumulto, una declaración de independencia.
Hay que hacerse eco de su media voz, el
soporte vocal, su mar de fondo,
la canción favorita de su alma. Ella es
política donde esté el corazón. Su pensamiento revolucionario
acerca de los besos que se dan le sale por
los ojos, y se ve. Ella tiene un profeta en las entrañas
que pronostica días especiales, jornadas
monográficas, papeleo infernal.
El papel acecha como un poema en ciernes.
Será que es un poema a punto de contar para la crítica.
A veces la critican con paciencia, aguardan
un resultado demagógico: son los débiles que pierden la razón.
Los débiles, por contra, son tan fuertes, tan
poderosos que arramblan con el arte
y sus periódicos y sus formas menos
constantes. Pero ella es tremendo contrario, una viga maestra,
es la columna vertebral del templo y musita
una palabra que vale cien millones más que un Picasso adolescente,
más que el teórico jarrón codiciado por los
anticuarios. Su palabra es un mineral desconocido en la galería
que brota y ya se consolida en el aire como un
pájaro cantor.
Cuesta ponerle un nombre. No se deja llamar.
Rosario no es.
No ahora. Ni tampoco lleva el nombre endecasílabo
de una reina africana.
Se pronuncia en un idioma posible pero
místico. Callan los ojos, aunque podrían decir la verdad.
Su piel no dice el nombre. Su piel que es un
espejo y una drusa coral, seda para los labios imprudentes.
El arpa barniza la realidad con su legado, la
elíptica cohorte de sus notas bravas. Ella vierte la esencia última
de una pintura sagrada sobre el suelo del
parque (es una lágrima, pero parece un grito).
Entre bastidores, bailando, detrás de la
pantalla grande completando una bendita secuencia.
Cuando se mira bien, la curva no es tan
lógica, no viene a ser incontestable ese remolino cerca del espacio.
La velocidad es energía, pero no entiende que
el amor transita el vacío con dos alas nuevas.
No es preciso un elevado tanteo, ni una gran conmoción,
el baile puede ser muy despacio un acercamiento al sueño,
cierta rara quietud. Quienes traman una vida
regular a veces sueñan valses de rocas y metales.
Ella, gente menuda. Ese contoneo infalible como una ley de
Newton, física o soledad de un movimiento terminante.
Todo el ritmo igual a la belleza. Toda la
belleza, un paréntesis en la meditación,
más verdadera que un arco iris, más permanente
que la humedad radiante de la selva.
Ella sola en el cuadro, gota de lluvia detenida
en su vuelo durante una infinita fracción de eternidad.
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