AZ, ¡menuda fama! A la hora del trabajo, sin coche, surcando las aceras como un barco
de colores. A la hora del trabajo, las medias de colores, los zapatos planos, discretos a morir,
el pelo sin tratar de ser distinto, una madeja insólita, un extrarradio vivo, confín más que turbante.
El trabajo fijo detrás del mostrador esa sonrisa asequible, divertida por el medio,
curiosa entre la raya de los párpados. Violeta.
Súmale un verso. Al brillo electrizante de los ojos. AZ dentro del verso como en una dimensión
sin salida, encajonada en un cubo a través del tiempo de los otros. Hubo un tiempo para la corona,
una llamada, un toque de oración hacia la guerra. Su hermosura, entonces, era un valor en alza,
un arma que hacía retroceder fronteras, restauraba imperios. Su raza, entonces, fuente de dominio;
su raza dominante, tan hermosa sobre todas las demás. Abolicionista.
Ella que pudo ser ejemplo para las reinas de occidente. En aquella situación impredecible,
tuvo que ser romántica. Ahora vuelve a nacer. En el trabajo, yendo al trabajo, nadie observa
el accidente que supone su rostro modelado al cielo, sus manos prevalentes, la hipotética nube
que apelmaza su sombra, la incorrupción del mensaje adscrito a su mirada.
Por su decoro, cuántos ángeles se incendian. Por la virtud que comprende,
cien aves del paraíso que no han vuelto a nacer.
Su melena discurre como un afluente dichoso reventando lagares, limando rocas, fieramente horizontal.
AZ en la siguiente espuma de la luz. Ah, nadie disimula como ella, nadie se esconde así bajo la luna,
nadie canta con la voz orlada de reflejos, la mayor virtud de una madrugada sin escarcha.
Los pájaros. Los pájaros anuncian siempre una renovación. ¡Ay! que se desmelena el aire, jovial.
En el trayecto una maquinaria estropeada irrumpe en la pesada ensoñación,
desbarata la dulce calma de la quimera. Protestan los objetos, varios en su idioma pasivo,
otros apoyados en el eco de un silencio central que no les corresponde.
El eco de una flor, la violeta, la rosa que se atusa el resplandor oscuro,
que dinamita fraguas y, sin razón alguna, se muestra levemente fúnebre.
Considerando. AZ es la muchacha -en el cine ella sola- que hace ruido además. No deja ver. Su cabello
disfruta de un encumbramiento, un espectáculo vernal de suspender y engrandecerse, que aumenta,
culmina en una digresión exacta sobre la belleza del equilibrio, una pretensión universal.
En la calle, por mucho que la sigan -que también la persiguen-, por más que la interpreten y la adoren,
como que nadie escapa a su desdén hipnótico: quién la ve con un vestido floreado de color
azul. Tangente o instantánea, suburbial, en el preciso instante de comerse el mundo,
¿quién no daría el fuego por sentarse a su lado en la fotografía!
Azealia por el aire se perfuma
-flor del otoño, diáspora de fresas-
con las pestañas sumamente ilesas
para gloria inmediata de la pluma.
La flor que se describe ya se esfuma
después de formular vanas promesas;
y te promete el cielo si la besas,
pero se desvanece entre la bruma.
Azealia es la princesa prohibida
que en el póster central -prueba de vida-
exhibe su sonrisa actualizada.
Con esa piel de tibio albaricoque
y esas dos piernas avanzando en bloque
hacia cualquier incrédula mirada.
(léase Asilia, please)
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