lunes, 9 de noviembre de 2020

ninguna alma

 

Ver morir es
uno de los trabajos de los Ángeles.
Su pose en un lugar determinado (cualquier lugar es bueno para honrarte). Calculan
la longitud de las inspiraciones, cuentan con los dedos los latidos,
analizan la sangre estrepitosa.
 
El trabajo de un Ángel siempre genera
pérdidas. Otra de sus ocupaciones consiste en mirar al infinito con los ojos en blanco, dando
miedo a los hombres. Otra más: seguir el curso de los ríos, pero nunca hasta el mar. Son estas labores de secano,
aparatosos estudios, ensayos generales con partitura y esquema
narrativo: acaso un plan de vida.
 
Vivir, pero a desmano –no a nuestro modo irrespirable, no de esta manera
avara–, frutos extraños en el árbol del hambre, ramas de una sola familia. En el espejo
significan menos de lo que dirías, parecen seres humanos con manos y tendones,
tensiones y cabello ensortijado, piel oscura.
 
Nos miran; bostezan al The End
y se duermen con los títulos de crédito que atestiguan el triunfo del olvido. Recuerdan luego cada
día de la vida, cada leve entusiasmo, la urbanidad de saludar por las mañanas,
el café de las once. Cada sueño.
 
Arden sus mejillas, arden sus encías, arden sus besos como
espadas al rojo, hierros candentes vehículo de la furia de su entraña. El acero
es el vínculo entre la nada y el mundo, la fe y el compromiso, entre el fuego y la espuma de la noche.
 
Nadie muere solo, debéis saber que nadie muere solo, ninguna madre.
Has de saber ahora que eres tan importante como un
pequeño insecto, tan influyente como una especie protegida, como un extraterrestre o un demonio
de Tasmania, que tu muerte será patrimonio del Arte, una línea
tirada en el plano insultante de la posteridad.


Zdzisław Beksiński

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