sábado, 7 de noviembre de 2020

...zero

 

Esa pequeña mueca, ese escarceo, esa mirada en lo alto de los ojos,
ese tropiezo. La lengua se resiste, la risa aflora, afluye consoladora y rica, las palabras
se escabullen por las comisuras del silencio, excavan
túneles paralelos al olvido…
 
Destiny® observa casi omnipresente, casi divina, casi. Consiente la poesía, no condena el verso,
solo sonríe. Apenas se distrae, raspa una pizca de insatisfacción.
 
El poema es malo como una enfermedad
hereditaria, es tan malo como todos los poemas, suena raro como todos los poemas. La poesía es impronunciable,
lo saben hasta los malos estudiantes.
 
Recitando: toma un sorbo de agua (no le hayan puesto ginebra
por lo bajo), explora detenidamente el auditorio, sus amigos, sus parientes, sus desconocidos. Y comienza
a comportarse, a expresarse con una voz que le sale de cualquier parte
fuera del cuerpo, una voz que no existe, mercantil y nada encantadora.
 
Ovación apoteósica –que debería haber sido apocalíptica. Destiny® sonríe, se apacigua, ya bate las alas
(figuradamente), ya se aproxima –pateando latas de refresco, ojeando los letreros medio inconfesables, medio
tiroteados de la Avenida– a la naturaleza con una ingenuidad y una distancia
torpes y casi humanas, casi.
 
Ese ligero rictus que aparece como por ensalmo, arte de magia,
ese afán ridículo por enquistarse en la frágil memoria de la gente.
El mismo artificio kitsch subyacente a la capacidad de trascender en el vacío del lapsus,
de tocar el corazón del público pero sin mancharse las manos de pureza. Esa cuenta atrás del verbo,
el 3, 2, 1… del predicador que exuda confianza, suda y desconfía del coro que lo aplaude,
recela de los pájaros que recorren la cima de sus ojos…


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