lunes, 23 de noviembre de 2020

un jardin en memphis (tennessee)


Soñar con Bucarest –otra ciudad de nombre impronunciable–
sin haber estado allí. Querido sueño… Soñar con un cine
que echa el telón, un bar abierto. Este sueño es gigante, se da un aire a una catedral; la ciudad
se prolonga a través de un par de parsecs, hace falta una nave espacial para recorrerla de punta a punta,
hace falta estar en la galaxia adecuada (not yours). Aquí hay perros
salvajes, avenidas de infarto, edificios valientes.
 
Querido sueño: Emily dice que me ha regalado una flor… ¿Qué flor? Tenemos
necesidad de hablar con un jardinero (¿podría ser inglés?), un personaje
literario. Si no, tendremos que inventarlo. La imaginación le pide cuentas a la realidad y hay quien
procede sobre ello, clava un ensayo, como en el rugby.
 
¿Y si Lolita hubiera sido una chica negra de Memphis (TN)? Nabokov escogía
cuidadosamente al lector de sus invocaciones. Supongamos que Bucarest se infiltra en el inconsciente
de manera subrepticia, manda de avanzadilla un barrio obrero y acto seguido un skyline formal, un Parque
a precio módico, áreas de verdor inmaculado; y las pandillas que atraviesan la palpitante
extensión respirando como asmáticos a pleno rendimiento.
 
Un pensamiento: el rap acude con su machaconería; a la puerta
del cine se concentra una pequeña multitud, todos tomando
café con leche en vasos de papel. Entre la gente puedes encontrar nativos bucarestinos, españoles
honrados, profetas y bacantes, yonquis de hace
cuarenta años, personajes literarios sin profundidad
ni nociones de jardinería.
 
Lolita es una chica latina –AOC a los doce años de edad–,
esa es la realidad (imaginamos). Pero Nabokov prefiere blanquear el relato, a punto de situar
la acción en un barrio latino de Bucarest, a punto de que Humbert haga manitas en una sala oscura. El tiempo
es una favoletta, un sueño que hace historia, que a cada instante ensaya un nuevo
final feliz.


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