lunes, 2 de noviembre de 2020

rodamundos

 

Retrocedió el Ángel a la distopía
enérgica de las naciones, fue a parar. Se adentró en un tiempo
caramelizado y fascinante; iba con botas chirucas, chubasquero accidental,
gafas de sol.
 
Destiny® rebuscaba la música en la basura y era un entrechocar de mármoles basales,
cantos rodados, un fulgor arremolinado en la sangre
generosa. Un descenso polémico entre formas de vida y formas de pensar, pensamientos y géneros
no delimitados; una excursión al campo de las emociones, con sus explanadas
pendientes, su filantropía esencial.
 
El primer verso
erró el disparo; era el Sol, que se besuqueaba con la tierra, rayos por todas
partes, chispas saltarinas, centellas burbujeantes. Insanas mutaciones del amor armándose como rompecabezas,
cosas psíquicas y espejismos dobles. Dios se había retirado
al monasterio con unas pocas almas –séquito de platino–, algo de brisa, la cadencia
exacta, un par de abejas hacendosas.
 
Tierra cegada por el impacto solar y su mopa soberana, seca como una falsificación
psicodinámica. Alimañas de ojos saltones, hojas de periódico voladoras, esferas de vegetación (bolas del desierto). El cielo
mudo/estólido de abril, azul sin más, sin pájaros ni hábitos de consumo.
 
En el contenedor, el manifiesto benevolente del KRIT: lo más parecido a una biblia
autodidacta, semejante a lo sagrado pero
sacado directamente de una casete –rémora analógica– desenrollada por los siglos, un desarrollo
armónico en circunstancias adversas. Y Destiny® rebautizándose en cualquier río, pasando la gripe sin saberlo,
hermanada con el último gorrión del paraíso.


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