sábado, 13 de febrero de 2021

mercado de futuros

 

En la mano pequeña cabe el Mundo,
entra en vereda (a la fuerza), un poco prieto queda,
roza como un zapato nuevo de charol con gravilla incorporada (como todos los zapatos de charol);
el poema es eterno, esto no parece un enigma, y tampoco. Escritores rulan profesionales,
absorben una esponja de realidad y excomulgan el aire de las tripas:
trepadores.
 
Una estocada, un espadachín fantasma, su clase de esgrima, esa clase de estigma; el poema
se revuelve como un animal salvaje
asintomático (el signo de los tiempos). La poesía coge en un cartapacio
miserable, sube por la escalera podrida de la buhardilla y recoge su espacio abuhardillado,
se abuhardilla ella misma, late en precario como una sensación
musical, la última sensación del rancio panorama.
 
Teorizan, se acuclillan y teorizan más, sentados
en el borde de la silla arremeten contra el pueblo, acometen parques eólicos y saltan entre las aspas
violentas, su texto carece de pretexto, su verso carece de reverso,
tan elocuente como la llamada de la selva, como el ring-ring del timbre de la puerta del patio del colegio,
el ensanche vocal del cantante de góspel.
 
El poema es eterno. Y nadie lo recuerda. Nadie lo sabía y érase que se era.
Producto moribundo / pedazo mohoso de pan blanco / tubérculo en forma de montaña.
El poema es futuro sembrado en la memoria.
 
Pequeñas manos que abrazan, abofetean, cosechan. ¡Escriben con faltas de alegría!, retales
de experiencia y urgente afectación. El verso se nos muere con hache intercalada, como escrito en mandarín
intraducible, con la tinta invisible de las películas rusas
o la probada astucia de la ciega virtud.



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