Ella, (tal
vez) Rosario, emigró a la ciudad más grande,
tumultuosa,
maximizada
hasta ocupar la pantalla completa,
la urbe
metropolitana cuadrada y de otra forma,
(Gotham de cartón piedra: infames superhéroes diseñados por ordenador,
perros
provistos de placas y pistolas, vestidos de azul reglamentario),
el universo en barriadas de
expansión
dando a luz a una camada de
suburbios detrás de otra,
abortando
jardines.
Ella
miró hacia arriba y el sky-line se puso de puntillas para parecer más alto,
o más
ajeno.
Enseguida,
pensó en construir una casa corriente,
igual a
millones de hogares preñados de calor, una casa a la moda
igual a
millones de casas bañadas por el sol,
con su
timbre en la puerta y su ventana al mundo.
Rosario
(...)
soñaba
con un libro a contraluz donde su casa estaba construida
tan
alta en su escenario que no era una casita de cristal.
Y
soñaba -sin miedo- que sus amigos del parque se mudaban al salón,
que celebraban
fiestas cada día en las que todos
mezclaban
cócteles extraños y fumaban la pipa de la paz.
Ella quería edificar un teatro al
aire libre
para representar a sus vecinos y
también
a los hombres vestidos de gris
reglamentario
que trabajaban por encima de sus
posibilidades.
Rosario
era su nombre (se decía) y levantó un gran establecimiento
que no
figuraba en ningún mapa pero que era visible desde cualquier
oscuro
rincón de la ciudad.
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