Y
construyó su casa con un millón de ladrillos y una sensación de orgullo.
Sin
permiso.
En el
tejado una bandera tricolor,
por el
aire una bandera blanca.
Las
ventanas a veces tragaluces y a menudo troneras, ventanucos
para
atisbar la calle abarrotada de animales sin dueño.
Por la
noche, la casa parecía un faro oscurecido
y hasta
su puerta se acercaban los marineros rasos a discutir sus notas
de la
mar lejana.
Ella, por
supuesto, bendecía a los niños,
sanaba
a los enfermos
y
poseía un singular decoro para restituir la calma al cielo borrascoso.
Disputaba
a los ángeles su condición altruista (o su altura);
buena
samaritana,
vestía
un hábito consagrado al olvido y unas zapatillas air jordan
-distraídas
en una tienda del centro-
que
convertían su trepidante carrera en una maravilla moderna.
Y no necesitaba pararrayos, ni
paraguas, ni sombrilla, ni un pañuelo:
simplemente,
las inclemencias del tiempo evitaban cruzarse en su camino.
Podía
pasar por debajo de una escalera y mirarle a los ojos a un gato azabache,
rompía
espejos a patadas y derramaba sal como si no esperase
nefastas
consecuencias. Pecaba en confianza, con fruición:
nada
enturbiaba su santidad presunta,
pues
hablaba con dios y de él obtenía su poder curativo,
su
verbo extático.
Nunca
estaba en casa, salvo cuando alguien llamaba al timbre,
que
entonces siempre estaba dispuesta a no contestar
o a
pasar la noche en vela charlando mientras durase la hierba.
Desde
el primer piso, (se) veía un ancho párrafo de vida,
algo
más arriba los ojos alcanzaban las olas del océano infinito
que no
podían verse pero sonaban a martillazos de rap.
Una
mañana, después de haberle devuelto la voz a un ciego,
hilvanó
un discurso irracional (sermoneando)
que fue
retransmitido en directo por todos los pájaros carpinteros del lugar.
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