The Soul has special times
(Emily Dickinson)
El amor es un litro de amor, una forma de
hacer. Se columpia en silencio.
Es el amor que calla, siempre en silencio,
sin declararse. Hay que averiguar la cicatriz
de una rama partida, seguirle el rastro por
cadenas montañosas o regulares páramos,
adivinar su estampa, su extraña faz, divulgar
su precio y su color.
El amor se retoca los cadáveres frente al
espejo, se atusa las pestañas larguiruchas,
se depila el rabo de su alma. Y ¡qué
desagradable es el amor! cuando atardece
y ya no habla, se calla siempre, ya no
comparte el eco, halla refugio en la sombra de un adiós.
Los pájaros son vaya amantes, son amor.
Disfrutan de un ligero vuelo antes del aire,
se personan, son personas ligeramente aladas.
Parece ser que hay ángeles
en los suburbios, lejos del centro, en la
parte más separada del todo.
Bellos ascetas que maldicen la ética del
beso,
la básica fortuna que se incorpora al sueño
como una solución a la nostalgia.
Se complica la mente en los brazos
románticos, bajo el abrazo bélico
inspirado en la guerra de los corazones. El
ángel no es un pájaro a su aire, no basta,
no sirve a un propósito elevado, es un cable
egoísta como un santo.
¡Qué desolación de amor! La virgen se pasea
desnuda por el parque
abandonándose a la realidad. Hay turistas de
pitillos largos, ¡tanto humo de por medio!
Los chavales que ríen antes de llorar en
casa. Las chicas que saludan abrazadas al cielo.
¡Tanto amor de por medio!, inmiscuyéndose,
siempre en silencio. Lánguido igual que una estatua.
Otras personas son ángeles de hierro. Su
trabajo es romper, su oficio es arte demolido,
la cuchilla en el museo. De noche todos saben
que el amor se endurece
hasta causar la roca, hasta ponerse de parte
de su sangre. Entonces las mujeres recorren
firmamentos y asesinan libros con la fe de
sus entrañas. Los hombres solo habitan infiernos semejantes.
Ella nada sabe de esta costumbre del amor. Alza
su arte engrandeciendo una nota;
su piel seduce melodías, sus labios juegan
con la rabia, dedican frases arrebatadoras.
Con su corona y alas, su presencia colmando
el improbable salón del trono, la bóveda celeste,
su voz, milagroso remedio, bálsamo para el
ruido de la soledad.
Azealia nada sabe de esta costumbre
deshonesta del amor.
Ella tan sola rimando con su diadema y su
espejo, afinando su estatura.
Que apenas sabe terminar un beso, apenas riñe
con sus labios ni asoma sus volcánicas caderas.
En su nombre, un sonido resume la proeza del
ser, pesa como un kilo de amor que abarca onzas
de locura. El sonido se apropia del
espacio que nadie reclama, gobierna un tramo de elocuencia,
un remache de cielo gris.
A lo lejos Azealia se fuma un cigarrillo,
crea figuras eléctricas en la noche,
arroja al suelo el ramo por el que luchan los
profetas. Su verso conquista un hemisferio tras otro
con la desesperanza de un amor sin
condiciones.
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